Pensaba hoy contarte otra
cosa, pero tengo la mente y el pecho tan henchidos de júbilo, que
podría llenar unos cuatro folios a mano con esa palabra tan
trasnochada y bonita: hosanna. Quizás lo haga, a modo de ejercicio
místico: es de día, hosanna. De día. Hosanna. De día. De día.
Siete o setenta tonos de verde; cielo claro; sierra roja. Manos y
pies fríos, vértebras alineadas en perpendicular a la tierra, toda
yo, oído,piel, olfato, ojos. Hosanna.
Hubo un instante pequeñito
en que temí que el planeta entero hubiera encallado en la noche. No
dejaba de girar la cabeza a levante, como si la mirada quisiera
transformarse en una yunta de bueyes para tirar de un sol perezoso.
Pero en el cielo no había diferencia, lo oscuro no adelgazaba por
ninguna parte. Lo oscuro o su sucedáneo. La noche en esta latitud
del mundo no es negra, sino más bien del color del agua en el que se
enjuagan los pinceles. Sueño con irme a dormir a un lugar sin
estados híbridos, donde el negro no sea un eufemismo y la conciencia
sepa a lo que atenerse. No luz: apagado. Luz: pon el mundo en marcha.
Pensarás que esto es el
enésimo episodio de mi atribulada crónica sobre el insomnio, pero
tal vez es lo contrario. Sí, es cierto que he pasado una noche
infame, pero los dramas en horizontal ya no me interesan como motivo
literario. Por qué soy capaz de dormirme pronto pero luego no sé
mantenerme fiel al sueño: eso es algo que tendré que tratar con el
médico. A ti sólo quiero contarte que, mira, no es tan grave. Ahora
mismo no sé encontrar el descanso dentro de mí misma, pero no tengo
reparos en recostarme ahí afuera en cualquier parte, como los gatos.
Voy dejando en depósito trocitos de mí, allá donde me poso.
Trasplanto mi atención agitada: tal vez mis brotes arraiguen.
Y tal vez no saber dormir ya
de manera ortodoxa, políticamente correcta, me enseñe también a
vivir fuera de un orden estricto. Acuéstate ahora, levántate cuando
toca, come esto, anda sin sacar el culo, respira de esta forma.
Levántate del suelo, no te manches, sométete al dictado del tiempo.
El insomnio me angustia porque mi cerebro sapiens no puede
evitar proyectarse: si no duermo me moriré antes, meándome en
pañales, olvidada de mi nombre. Voy a dar una cabezada al volante.
Sólo seré capaz de llevar una vida de esponja. Adiós a mis
propósitos de florecimiento. En una cama revuelta se deliran
premoniciones. Extirpa el reloj de tu mente y quizás la vigilia no
resulte tan lesiva.
Por eso hoy a las seis y
media de lo que no era ni mañana ni noche, estuve ladrando un
momentito con Bola. Mi hermana terminaba de llenar su maleta con
cosas de comer que no encuentra en Inglaterra. Los otros dos sacaban
el coche del garaje. Antes de abrir la cancela y marcharnos a la
estación de autobuses, yo descubría la gloria que viene cuando
dejas de protegerte. El aire me arrancaba por fin el ominoso calor de
las mantas, conservado aún bajo la ropa. Sentía ese placer del
desprendimiento, tan difícil de controlar: mi temperatura entregada,
mi piel y la atmósfera dialogando. Bola, a mi lado, mantenía su
propia conversación con otros perros. La imité para adivinar si
marcaba territorio o buscaba amigos. ¿No hacemos todos lo mismo? No
terminé de interpretar sus intenciones. ¿No es también lo que
siempre pasa?. El cielo era un papel continuo con unos cuantos
puntitos. No era un espectáculo astronómico sobrecogedor, pero como
fondo de un belén servía. No se hizo de día de ninguna manera en
todo el camino de ida y vuelta a Marbella. Volví a ser humana y por
un instante pensé que a lo mejor no amanecía.
Pero lo hizo. Hosanna. Fui
testigo de cómo los árboles se despegaron del fondo plano. Mi
alegría hizo lo mismo. He dejado trozos de mí descansando en las
ramas desnudas de las higueras, en preguntas lanzadas a los perros
vecinos. Dormiré en vuelo como los vencejos. Me viene mejor no
protegerme.
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