domingo, 8 de diciembre de 2019

Hosanna



Pensaba hoy contarte otra cosa, pero tengo la mente y el pecho tan henchidos de júbilo, que podría llenar unos cuatro folios a mano con esa palabra tan trasnochada y bonita: hosanna. Quizás lo haga, a modo de ejercicio místico: es de día, hosanna. De día. Hosanna. De día. De día. Siete o setenta tonos de verde; cielo claro; sierra roja. Manos y pies fríos, vértebras alineadas en perpendicular a la tierra, toda yo, oído,piel, olfato, ojos. Hosanna.

Hubo un instante pequeñito en que temí que el planeta entero hubiera encallado en la noche. No dejaba de girar la cabeza a levante, como si la mirada quisiera transformarse en una yunta de bueyes para tirar de un sol perezoso. Pero en el cielo no había diferencia, lo oscuro no adelgazaba por ninguna parte. Lo oscuro o su sucedáneo. La noche en esta latitud del mundo no es negra, sino más bien del color del agua en el que se enjuagan los pinceles. Sueño con irme a dormir a un lugar sin estados híbridos, donde el negro no sea un eufemismo y la conciencia sepa a lo que atenerse. No luz: apagado. Luz: pon el mundo en marcha.

Pensarás que esto es el enésimo episodio de mi atribulada crónica sobre el insomnio, pero tal vez es lo contrario. Sí, es cierto que he pasado una noche infame, pero los dramas en horizontal ya no me interesan como motivo literario. Por qué soy capaz de dormirme pronto pero luego no sé mantenerme fiel al sueño: eso es algo que tendré que tratar con el médico. A ti sólo quiero contarte que, mira, no es tan grave. Ahora mismo no sé encontrar el descanso dentro de mí misma, pero no tengo reparos en recostarme ahí afuera en cualquier parte, como los gatos. Voy dejando en depósito trocitos de mí, allá donde me poso. Trasplanto mi atención agitada: tal vez mis brotes arraiguen.

Y tal vez no saber dormir ya de manera ortodoxa, políticamente correcta, me enseñe también a vivir fuera de un orden estricto. Acuéstate ahora, levántate cuando toca, come esto, anda sin sacar el culo, respira de esta forma. Levántate del suelo, no te manches, sométete al dictado del tiempo. El insomnio me angustia porque mi cerebro sapiens no puede evitar proyectarse: si no duermo me moriré antes, meándome en pañales, olvidada de mi nombre. Voy a dar una cabezada al volante. Sólo seré capaz de llevar una vida de esponja. Adiós a mis propósitos de florecimiento. En una cama revuelta se deliran premoniciones. Extirpa el reloj de tu mente y quizás la vigilia no resulte tan lesiva.

Por eso hoy a las seis y media de lo que no era ni mañana ni noche, estuve ladrando un momentito con Bola. Mi hermana terminaba de llenar su maleta con cosas de comer que no encuentra en Inglaterra. Los otros dos sacaban el coche del garaje. Antes de abrir la cancela y marcharnos a la estación de autobuses, yo descubría la gloria que viene cuando dejas de protegerte. El aire me arrancaba por fin el ominoso calor de las mantas, conservado aún bajo la ropa. Sentía ese placer del desprendimiento, tan difícil de controlar: mi temperatura entregada, mi piel y la atmósfera dialogando. Bola, a mi lado, mantenía su propia conversación con otros perros. La imité para adivinar si marcaba territorio o buscaba amigos. ¿No hacemos todos lo mismo? No terminé de interpretar sus intenciones. ¿No es también lo que siempre pasa?. El cielo era un papel continuo con unos cuantos puntitos. No era un espectáculo astronómico sobrecogedor, pero como fondo de un belén servía. No se hizo de día de ninguna manera en todo el camino de ida y vuelta a Marbella. Volví a ser humana y por un instante pensé que a lo mejor no amanecía.

Pero lo hizo. Hosanna. Fui testigo de cómo los árboles se despegaron del fondo plano. Mi alegría hizo lo mismo. He dejado trozos de mí descansando en las ramas desnudas de las higueras, en preguntas lanzadas a los perros vecinos. Dormiré en vuelo como los vencejos. Me viene mejor no protegerme.

Todo es no - negro y raso, y entonces.


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