sábado, 21 de diciembre de 2019

Droga. Dura.



Ya no puedo echarme atrás. He tirado la piedra y, ojalá no dé de lleno en cabeza ajena, no se puede esconder la mano. Mi crédito de irresponsabilidad se ha agotado. Así que permite que me presente como lo que en verdad soy ahora: una adicta. Lo que sería únicamente mi problema si, además, no fuera una traficante de sustancias peligrosas. Presta atención a quien ya se ha perdido, si no quieres perderte. Sigue pues este consejo: ponte tapones en los oídos, como los marineros de Ulises, cuando empiece a recomendar apasionadamente un libro. Soy una sirena funesta.

Y voy a hacerlo de nuevo, porque cuando estás intoxicada es muy triste andar sola por esas calles salvajes. Si no tienes cera, átate bien fuerte al mástil. Yo no lo hice en su momento, y mira en qué estado me hallo. Descarriada. Enamorada. Corrompida. No digas después que no he avisado.

Ser animal, de Charles Foster, es un libro subversivo. No es lenguaje sino pócima. Manzana del árbol clandestino. Hay personas que a la primera raya de cocaína se enganchan fatalmente. Yo vivo a mil galaxias de distancia del mundo estupefaciente. Pero ponme por delante una mezcla bien cortada de metáfora y feromona. Me cuelgo al instante. En estas doscientas y pocas páginas hay camufladas dosis suficientes como para prenderle fuego a mi cerebro y que arda como Australia.

¿Quieres saber de qué va? ¿Entender las brasas sin tocarlas? Vale, lo intentamos. Naturalista sin remilgos, turbado por la otredad, la aparente inviabilidad de acceder al conocimiento de lo que hay al otro lado de uno mismo, intenta comportarse como lo hacen un tejón, una nutria, un zorro, un ciervo, un vencejo. Come gusanos, rebusca en la basura, duerme en un agujero de la tierra, se hace perseguir por sabuesos. Un fulano capaz de idear y ejecutar un proyecto así de loco hace conmigo lo que quiera, para siempre. Si en el proceso me extirpa capas de hábito y me deja en carne viva, para que el mundo se sienta como debiera, me convierto en su discípula. Advierto de sus peligros, pero no me resisto a difundir su evangelio.

Sentir como se debe: esa es precisamente la cuestión crítica del libro, me parece. Más allá de tantear la verdad del otro mediante la práctica de una radical empatía, recobrar la verdad propia. Si soy capaz de acercarme mínimamente al conocimiento de lo que es ser un bicho cualquiera, ¿podré reconquistar lo que siente un animal humano, no enajenado por un modo de vida blando y cómodo? ¿Volveré a saber lo que sabía mucho antes de haber nacido? ¿Me transmitirá mi piel sobreprotegida una textura más precisa del mundo? ¿Lo que oigo habitualmente se podrá aproximar a lo audible? ¿Recuperará mi nariz su mitigada capacidad para entender sutiles historias? Y mis articulaciones y mis miembros, ¿sabrán cumplir de nuevo su rico programa genético? En definitiva, si puedo volverme tejón, o volverme niña pequeña, ¿sentiré otra vez aquella antigua intimidad con el mundo, con lo que es más allá de lo que me figuro?

Leo queriendo saber lo que es ser persona.


Esta brasa yo la he cogido entre las manos, y se siente. En las garras y en los bigotes, en las alas y las aletas, se siente en las branquias y en la corteza y en los cloroplastos. Todo mi yo urbano huele a papel quemado. Mi proceso de reanimalización, o rehumanización si lo prefieres, no puede ya detenerse. Tú sigue con los tapones puestos si no quieres que te alcancen las llamas.


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