domingo, 24 de noviembre de 2019

El Pájaro Más Triste del Mundo



Con el tiempo me enteré de que lo llamaban Jorge, y de que era una pequeña leyenda entre los naturalistas de la zona. Debo reconocer que esa popularidad me molestó un poco. Nadie disfruta sabiendo que los lugares comunes infestan como polillas de la harina su cajita de tesoros íntimos. Para mí no era Jorge, sino El Pájaro Más Triste del Mundo, y descubrirlo fue, paradójicamente, uno de esos raros y sigilosos momentos de comunión con las cosas de ahí afuera.

No sé bien por qué, ni me importa. No había nada estremecedor de por medio, ningún elemento del paisaje que desbordara la capacidad de comprensión de la mente. Un fondo esquemático de colinas lila a nuestra derecha; encima la sombra flaca de cuatro o cinco alcornoques ratoneados por incendios más viejos que mi biografía; el brazo de mi compañero señalando a algún punto en la llanura, y allí, entre las espigas... nada en absoluto. Porque a mirar por los prismáticos también se aprende. Pero era una nada preñada de cosas: los campos viejos secretan una luz que parece néctar, maciza. Tras un buen rato siendo pasto de las chanzas del hombre que estaba a mi lado, un pasillo tenue pareció formarse allí abajo. Esperar ver y entonces ver algo, como si el deseo fuese motor suficiente: supongo que esa es la razón de que no me haya olvidado. Mis ganas de pájaro vieron antes que mis ojos. He leído, con el corazón supurante, algo parecido en este libro deJohn Burroughs que a-mo.

Un lugar de este estilo, donde parece que nada y a lo mejor todo.


Y allí estaba, El Pájaro Más Triste del Mundo, tan solitario en su llanura que, al menos para mí, no tenía ni la compañía de un nombre propio. Macho de avutarda en singular, ¿puede imaginarse algo más lastimoso? Una criatura diseñada específicamente para pavonearse entre fanfarrones, alardear de sus partes íntimas, exhibirse sin decoro. Pero Jorge no tenía contrincantes, camaradas ni novias. Era la última avutarda de Cádiz y sólo despertaba el interés de las personas. Jorge terminó muriendo estampado contra alguna de las muchas estructuras verticales que erizaban sus campos y los convierten en lugares abstractos que bailan. A mí me hacía gracia pensar que fue un suicidio. Una forma como cualquier otra, la mía, de consolarse.

Con el tiempo también he aprendido a contenerme para no asignarle a animales y árboles sentimientos humanos. Qué arrogancia. Jorge no era ni patético ni camorrista. Tenía un cerebro de dinosaurio y en su genes la orden sectaria de reproducirse. Sobrevivía y esperaba. Su tristeza no era otra cosa que la mía. Yo no era La Chica Más Triste del Mundo, pero a veces creía que me acercaba.

Puede que el desamparo de Jorge fuera transferido, y el mío imaginado, pero lo cierto es que allí había una ausencia flagrante. Una orfandad también maciza. Los tres, pájaro, hombre, chica solitaria, rondábamos por uno de los bordes donde se estiraba como un tambor la laguna de la Janda, desecada en, esta vez sí, años tristes. Millones de alas evaporadas. Traición de innumerables citas. El paisaje que salió volando por los aires. Siempre me pregunto con el corazón en un puño cómo harán las aves que migran para desistir de un medio que ya no les vale. Cómo encaran el destierro. Cuántas despistadas, cuántas tercas, siguen obedeciendo las rutas aprendidas, dando con tierra mate donde antes había reflejos, percibiendo a su manera cambios, pero manteniendo el empeño de darle más vida a la vida. Cuándo se dan por vencidas y buscan otras aguas. Si esa es una opción factible o el estancamiento de la población, la soledad y, al fin, las mil caras de la muerte deciden por ellas.

No hace falta que diga a estas alturas que los paisajes ausentes me obsesionan. Los ya despachados, los desfigurados, los a punto de irse. Yo reconozco y me pliego al imperio del cambio; me resisto a la nostalgia con toda la alegría y la ira de mis huesos. Pero cómo puede una no preguntarse, sentada bajo árboles raquíticos, andando por sierras desmanteladas, testigo de la soledad de algunos pájaros, por todas las capas que faltan. Supongo que en último término se escribe para contrarrestar esas y otras tantas ausencias, de tantos tipos. Para repoblar y reinundar tierras secas. Nos pavoneamos como avutardas sólo para encontrar nuestro lugar y encontrarnos. Dentro de mí guardo Jandas.


4 comentarios:

  1. ¡Hermoso texto!

    ResponderEliminar
  2. ¡Precioso, Silvia!
    Y de entre las cosas bonitas que siempre nos evocas, además me apunto El arte de ver las cosas.
    ¡¡¡Gracias!!!

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Creo que vas a desear tanto como yo tener un tío abuelo como su autor. Aunque no descarto que lo tengas realmente, porque tú en lo de ver también te das tu arte. Un besazo, prima.

      Eliminar