¿Se avisa con antelación
para no pillar a nadie desprevenido o para que, en el mejor de tus
cuentos de la lechera, se te prepare una fiesta? ¿Haces aspavientos
desde lejos? ¿Una entrada gradual y cautivadora como la del
personaje de Omar Shariff en Lawrence de Arabia?
¿O te vuelves a colocar
discretamente en el punto de partida? Disimulando, corriendo un
tupido velo sobre tu ausencia. Continúas la frase que se quedó a
medias, rellenando con cara inocente unos puntos suspensivos
kilómetricos.
Mi madre me ha contado
alguna vez que tras dar a luz a mi hermana, se moría de impaciencia
por volver a ver a la niña de apenas un año que había dejado en
casa. Y que yo, torponcilla y quiero imaginar que sonriendo por
dentro, no le hice mucho caso. Como si el cambio en la familia no
fuera el sigiloso drama que disecccionan los tratados sobre la
infancia. Como si una madre que de pronto se ausenta no trastocase tu
diminuto planeta para siempre.
¿Te arriesgas a volver,
entonces, conciente de que lo más probable es que nadie te espere
como a ti te gustaría que te esperasen?
Te arriesgas. Porque la
madurez es el proceso de aceptar la propia insignificancia. Estoy
convencida de que la atención ajena es la más poderosa sustancia
psicoactiva. Por ser percibida, tomada en consideración, querida, la
gente es capaz de llegar al crimen o a la servidumbre. Reconocer que
eres anodina y pequeña, y que el mundo sigue girando se escuche o no
tu voz, estés o no estés presente, te da la paradójica opción de
crecer. Y creo que eso es lo más ambicioso a lo que puede optarse,
seas humano o casi árbol.
Me arriesgo. También quizás
porque en realidad volver es imposible. Mi mente ávida de
estabilidad me engatusa informándome de que ni tú ni yo, ni la
tierra o el cielo que nos sostienen, hemos cambiado mucho en este
tiempo. Pero lo hacemos. Por ejemplo: me van brotando dolores y yo
les hago hueco a la vez que los combato. Lo digital cambia día a
día mi cerebro. Estoy expuesta a demasiado: demasiada información,
demasiadas imágenes, demasiadas mercancías, demasiado. Me cuesta
cada vez más seguir el ritmo apurado de esta era. Algunas de mis
convicciones se han reforzado, otras se van disipando. Últimamente,
en lo colectivo, me asusta menos la maldad que la indiferencia. No
tengo nada nuevo que decir, pero lo hago.
Y así, preñada de
silencio, se me han pasado ocho meses. Es posible que esté a punto
de parir algo y de volver a casa. Sigo sonriendo por dentro. ¿Me
esperarás, aunque no me hagas mucho caso?
Un día me explicarás por qué siempre siento que andamos tan cerquita, viviendo cosas parecidas, pero cada una en su dimensión espacial. Siempre que vuelves es una pequeña revelación cálida :)
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