Hace unos días olvidé, que
no perdí, las gafas en el lugar más hermoso del mundo. Al menos del
mundo en el que habita mi conciencia. Hay otros mundos, pero mis
sueños o mis nostalgias aún no los han colonizado.
Ayer, sentada a la entrada
de mi casa como tantas otras veces, soleándome y a punto de
arrancarme a cantar como los jilgueros, pensaba en el sol como en un
puro derroche. Las piernas se me estaban tostando bajo las mallas
negras, y sentía mis mejillas encenderse como las de una campesinota
suiza. No eran ni las diez de la mañana de un supuesto fin de otoño.
Una ración ridícula, infinitamente pequeña de energía solar
servía para calentarme, y una cantidad no mucho más grande,
comparada con la fuente, bastaba para encender cada hoja de este
humilde planeta, para ponerlo a sudar y a bailar las corrientes de
sus mares. ¿Qué pasa con lo gordo de la luz, entonces? ¿Resbala
por trozos de piedra muerta e indiferente que cuelgan del techo del
Universo, se desperdicia? ¿Ilumina y vivifica mundos en los que no
habita nuestra conciencia? Cuando digo “mi mundo, otros mundos”,
al momento pienso en estas cosas y se me va la cabeza. Por eso no me
corto al considerar que la pequeña parcela que mis pies y me corazón
hollan es el todo.
El caso es que olvidé mis
gafas. Bajo una hermosura de árbol junto al que me acurruqué para
echarme una siesta. Ninguna habitación construida por manos humanas
me procurará nunca el mismo contento. Ningún lugar conseguirá que
sea menos yo y más yo al unísono. Me dormí como una princesa mema
de cuento, y me desperté dentro de una esmeralda, con cara y mente
de corzo recién parido. Me puse las gafas de sol para que la belleza
no me deslumbrara. Recogí mis cosas. Le dije adiós a cada hierba;
le puse nombre a cada vaca que me encontré en el camino de vuelta. Y
mis gafas habituales se quedaron allí hasta el día siguiente. Estos
son los hechos probados.
Resulta que hace unos días
asistí a un curso que me sembró la conciencia de plantas extrañas.
De esos frutos americanos sin los cuales no podríamos entender
nuestra propia cocina. Aprendí más cosas de las que ahora mismo
puedo darme cuenta cabalmente, pero el río de lava destructora,
vivificadora, que ahora mismo se desliza por mi manera de mirar las
cosas tiene que ver con la necesidad de ceñirte a los hechos, si de
verdad quieres entenderlas. Fuera moldes cognitivos, fuera
impresiones subjetivas y conjeturas, fuera prejuicios: al encuentro
con la realidad una tiene que acudir desnuda, si pretendes que la
realidad te toque. Esta es una proposición más radical de lo que a
simple vista parece. Prueba a aplicarla a cada idea-pilar de tu
mente: qué crees, qué das por sabido, quién piensas que eres.
Redúcete a hechos irrefutables. A ver qué queda de tu edificio.
Antes hubiera considerado
que esta regla era demasiado pragmática o seca como para medir mis
pequeñas intimidades calientes. Hubiera afirmado que mirar tan de
cerca la materia de las cosas destruía su poesía radicalmente.
Antes yo le sacaba, le sigo sacando, moralejas fáciles a cada
suceso. Mis gafas, sin las que no soy capaz de manejarme como un
adulto, se quedan una noche en el monte. Mis gafas han visto cosas
mientras yo dormía miope: un jabalí merodeando mi olor y las
semillas del pan de mi bocadillo, una gineta deslizándose tronco
abajo como un marine en operaciones especiales, el juego de ojos
medio tahúr de los búhos. Todas esas imágenes secretas, esa mirada a
la espalda del bosque, se han incorporado de alguna forma a mis
fondos, ahora que he recuperado mi mirada protésica. Antes me
hubiera conformado con esa hermosa y atolondrada interpretación de
las cosas.
¿Y ahora? Ahora comprendo
que cada mota de realidad tiene en sí tantas capas, que quedarse
sólo con las superficiales y elucubrar el resto es lo que de verdad
lastra su gracia. Jugar al lirismo de los chinos. Maquillar un
despiste y olvidarme así de que mi mirada no es omnisciente.
Imaginar que hay otros mundos más allá de mi mundo. Pensar en el
sol como en un derroche. Ahora me ciño a los hechos irrefutables y
me digo que la complejidad de las cosas tal como son, sin que la
ayude mi subjetividad, es prodigiosa.
Mirar de cerca. Despojarse de ideas previas. |
No sé qué placer es mayor, si el tuyo al escribir o el de los demás al leerte. Gracias
ResponderEliminarRotundamente, el mayor placer es el mio, al saber que entre esos demás está alguien a quien respeto tanto como Don Luís Cavero. Gracias a ti, por supuesto.
EliminarDigo yo, que las gafas de sol las tendrás graduadas también...si no la vuelta pudo llegar a ser fatal.
ResponderEliminarYo al llevar lentillas ... estas cosas no me pasan. Un placer leerte. Saludos.
Tengo unas gafas de sol perfectamente glamurosas y ortopédicas que me resbalan por la nariz, y lentillas que comen ojos.
EliminarGracias por estar ahí. Un abrazo!