domingo, 4 de noviembre de 2018

A poco que mires



No sé qué demonios hago parapetada detrás de una pantalla, teniendo un día glorioso de soleado otoño por delante, lamiéndome las entrañas, cercándome. Tarde o temprano dejaré de escribir así, a contravida, por la misma razón que me llevará a no ir más al gimnasio: no tolero el sabor de los sucedáneos. La comida con edulcorantes me provoca cólera y arcadas. Sudar y jadear en una habitación llena de metal y desconocidos es un sustituto mohíno del bendito juego físico de los cachorros. Y escribir textos más o menos pulidos y preparados para el consumo me acerca tanto al corazón de los otros como las algarrobas al chocolate.

La escritura aproxima relativa y fugazmente a los que están lejos, aleja a los que están al lado, con su olor y su nombre propios. Me cuesta manejar ese doble filo sin cortarme. Me cuesta renunciar a estar en el recreo, ahí afuera. Pasar la mañana bajo un naranjo, intentando pillar in fraganti la operación secreta por la que el sol se transforma en color, vitamina y azúcar. Moverme naturalmente, con propósito, en todos los planos del espacio. Pero ¿puedo estar a la vez en dos sitios, hacer a la vez un par de cosas opuestas? Mirar y escribir. Encerrarme y moverme. Estar lejos y cerca.

A menos de veinte metros un pino y un olivo confunden sus ramas como dos siameses sus órganos, dos adolescentes sus ortodoncias. En lo que llevo escrito se me ha ido el santo al cielo al menos tres veces explorando, sin mucho éxito, en qué punto un árbol deja de ser otro. Preguntándome si me parezco más al pino, en su resistencia arrogante, al olivo, en su dadivosidad a pesar de los nudos, o más bien al margen indistinguible entre ambos. Al fondo lo que mi razón reconoce habitualmente como Sierra Bermeja. Hoy es una línea oscura que se abomba como un cachalote, un perrazo holgazán como Bola, recostado con el hocico entre las patas. Adivinar formas en la geografía cambiante es otro de mis despistes favoritos. Me encanta pensar que lo que parece estable es en realidad fluido. Desde donde estoy ahora distingo las antenas de la cumbre. Pajarillos picoteando insectos en la joroba de un búfalo. Inconcebible que ayer mismo yo estuviera ahí arriba. Y que tenga que aceptar como lógico que sean un mismo sitio. Ayer una masa monstruosa de roca que aloja en sí todavía el fuego del interior de la Tierra, rojo y verde ahogando la vista. Hoy una silueta recortable que puedo seguir con el índice. Que la inteligencia acate el juego de la perspectiva como algo normal es una monstruosidad y un milagro.

Y es que a poco que mires lo aceptado se desactiva. Tendrías que haber visto, allá arriba, al pinsapo junto a la antena de telecomunicaciones. Ambos desmesurados y arcanos. Ambos hablando idiomas inaccesibles. La antena, un faro que emite señales a navegantes de otros planetas. El árbol creando bajo sus ramas una verdadera noche nórdica en una mañana de sol deslumbrante. Conectando ambos tiempos y espacios lejanos. Monstruos milagrosos, no tan opuestos como pareciera.

A poco que se te vaya el santo al cielo y a las ramas el paisaje se desarbola. Los límites se difuminan. Lo humano deja de ser lo que está enfrente y encima y en contra de la naturaleza. La escritura ya no es ese ejercicio ensimismado y alejado del mundo. Lo que está lejos se acerca; entonces y quizás se vuelven ahora. La tapia entre el aula y el patio de recreo finalmente se derrumba. Puede que siga escribiendo de esta forma.


4 comentarios:

  1. Respuestas
    1. Yo me revuelvo un poquito y remoloneo, pero nunca lo dejo del todo.
      Un abrazo!

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  2. Ya veo que alguien se me adelantó... sigue regalándonos tus dudas, tu bella forma de observar el mundo. ¡Gracias!

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    1. Ojalá hubiera maneras más precisas y comprometidas para agradecer que decir "gracias". Aunque espero que confíes en mí te digo que no es una palabra gastada: gracias, Dolors!!

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