martes, 6 de marzo de 2018

Tiempo elástico (25)


No necesitas estudiar botánica para hacerte idea de que el tiempo es un asunto tan subjetivo como la ropa que te pones o te dejas de poner para acostarte. No tienes que saber, por ejemplo, que ese tierno tallo mediante el que la primavera parece justificarse a sí misma tiene en realidad la misma edad provecta que la raíz del árbol talado a ras de suelo el invierno pasado. Lo viejo parece joven, y lo joven, a veces, inmutable. Jurarías que el mismo roble te abriga con su copa año tras año, que con su impavidez te consuela del desencanto y los achaques. Y, sin embargo, ni una sola de las hojas que hoy ves es más vieja que las células de tu hígado. Futuro, pasado: no son exigencias biológicas a las que estás sometido, sino simples categorías mentales. Esta no es una tesis a la que se llega a través del estudio. Si tienes una mínima perspectiva respecto a tu propia vida, simplemente lo sabes.

Que el pasado es capaz de eclipsar al presente y el presente de refutar el pasado lo sabe Betty no por erudita, sino por humana. A veces se abandona a su pesar a la dichosa costumbre de la siesta, y es como si, al despertar, el sueño se hubiera tragado veinticinco años: el cielo rosa y desvaído, la piel pegajosa, la hamaca que la absorbe y amenaza con digerirla, son inconfundiblemente Malasia. Hace amago de levantarse antes de que la sorprenda Suki, así, desmadejada, el botón de la falda suelto, la galbana de ama colonialista. Tiene que hablar con ella antes de que vuelva a envenenar la cena con tamarindo y ese asqueroso mejunje de pescado. Pero por la ventana abierta entran voces que, frase a frase, tonos que bajan y suben y al final suben más todavía, resquebrajan el hechizo. Todo, los cotilleos, los buenas tardes tenga usted, los dolores de los que  las viejas se pavonean, todo lo canturrean los andaluces. Debió de despotricar tanto en su tiempo contra el bisbiseo monótono de Suki que dios la castigó con la expresividad de estos vecinos de Los Barrios.

Y también le pasa que, de vez en cuando, regresa a la cabecera de aquel arroyo, reconoce una especie de helecho y la jungla asiática se reconstruye en torno a ella, de pronto. El tiempo se devora a sí mismo, las canas vuelven a ser rubias, un espíritu más poderoso que el suyo late en la sombra verde. Vuelve a ser entonces aquella mujer todavía en construcción en un mundo en el que podía toparse con tigres y guerrilleros maoístas. El entonces se incrusta así en el ahora.

Pero el ahora no es menos fiero a veces. No entiende cómo incluso personas cultas pueden negar la realidad del presente. Los instantes se esfuman como los puentes de cuerdas se derrumban al paso del héroe en las películas, es es lo que esas personas dicen. Pero ella mira su casa de paredes gruesas, sus manos con manchas marrones, las zapatillas de paño de Geoffrey, e intuye que el presente fragua constantemente sobre un terreno casi virgen. Es tan potente el momento a veces, está tan arraigado en sí misma, que lo que es ahora parece que fue siempre. Hubo un tiempo en que ella vivió en dos continentes distintos de donde vive ahora, ¿es siquiera posible? Y el año que pasó enclaustrada en un sanatorio para tuberculosos, más que biografía, parece mito. Hubo un tiempo en que lo vegetal no había dado forma a su cerebro. En que necesitó el amor de una madre. Hubo un tiempo en que estuvo soltera. Inconcebible.

No conocer a Geoffrey, no ser su compañera, no chistarle cada vez que se queda frito. No reprochar el dineral que se gasta en lentes y objetivos. No perder la paciencia cada vez que se para en la calle a chapurrear malamente español con cualquiera. No odiarlo cuando silba. No contemplar su espalda grande de buey sin ternura. No rogarle que, por el amor de dios, haga el maldito favor de callarse. No decirle estás muy gordo, estás mayor, estás flaco. No dejar todo el papeleo a su cargo. No encerrarse en su habitación cuando un amigote ornitólogo viene a casa y se lían con sus batallitas de pájaros. No odiar sus chistes chabacanos. No acomodarse en su buen humor. Por las noches no columpiarse en su respiración de trasatlántico. No vampirizar su calor. No rozarle  a traición con los pies helados. No relajarse únicamente en su presencia cuando el resuello falta. No sostenerse las manos en los viajes. No acompañarse en las selvas. No amar el silencio y el bosque tanto como cuando lo comparten.

Cómo pudo haber un tiempo en que su vida fue algo así de inverosímil. Cómo este ahora fácil y feroz ha devorado el pasado.

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