Recelo
de los proyectos. Tal vez porque siempre he tenido intereses más
bien desenfocados y dispares. Pienso en mi mente y la imagino como
cualquier tipo de ecosistema acuático: amoldable, imprecisa; un
torbellino de voces, un pequeño charco en el que puede reflejarse el
paisaje. Y me resulta también un poco embarazosa esa receta que, en
aras de la salud emocional, prescribe el diseño de un propósito
concreto y de una estrategia sólida para implantarlo. No porque
carezca de motivaciones o de la voluntad necesaria para vivir de
acuerdo a ellas. Llevo más de tres años poniéndome fuerte y más
de seis publicando con más o menos puntualidad estas viñetas. Pero
realmente no tengo un tronco robusto y mi atención se columpia como
las algas.
Pero
como me excita rebatirme, últimamente se me están ocurriendo
proyectos. No debería llamarlos así, siquiera. No se trata de hacer
algo, una carrera de obstáculos, por ejemplo, un huerto propio o un
libro, sino de convertirme. No es planear nuevas tácticas de vida,
sino hacer germinar, de una vez por todas, ciertas identidades. Yo
misma deseo ser brazo ejecutor y resultado.
Y lo
que quiero ser es una vieja descarada, un mono arborícola, el propio
árbol.
Dejadme
que os lo explique.
Lo
de la vieja. Admiro a ese puñado de mujeres mayores a las que
las pautas sociales les importan un carajo. Las que han agotado su
cuota de disimulo y visten como quieren, dicen lo que sienten y
mandan a la basura la opinión ajena. Mujeres que se han liberado por
fin de la servidumbre a su propio atractivo. Se asoman al acantilado
de la vida y se dan cuenta de que siempre estuvieron ahí, a un paso
de caer al fondo. Siempre poco más que consigo mismas. Y se les ha
pasado ya el miedo de estar solas, a la intemperie. Miran el reloj y
se dan prisa. He coincidido con unas cuantas. Bailan sin garbo en el
gimnasio, pero en su despreocupación surge una veta de gracia. No
piden mucho más que poder seguir confiando en sus huesos y sus
órganos. Están al otro lado de la vergüenza. Te contemplan sin
timidez como si fueras un cachorrito. O una especie de regalo
demasiado bien envuelto como para disfrutarlo. Yo quiero ir desnuda
como ellas. Libre de evasivas y blindajes. Uno de mis proyectos es
alcanzar, antes de tiempo, su franqueza.
Lo del mono. Yo no
cuento mis sueños porque en el fondo soy un ser elegante, pero hace
unas cuantas noches soñé que avanzaba a través de un bosque
colgando de rama en rama. Pendía de un brazo, del otro, me ponía
del revés como los murciélagos, me impulsaba hacia el árbol
siguiente, caía al suelo y rodaba; hacía cabriolas, trepaba de
nuevo, encontraba el equilibrio instintivamente. Desperté con una
sensación de plenitud inolvidable. Desde entonces, cada vez que
recupero esas imágenes, me chuto una dosis de contento. Tan ligero,
tan grato que, medio borracha, se me ha ocurrido el proyecto quizás
ambicioso de desandar siete millones de años de evolución Homo.
O al menos de expandir el rango de movilidad de mi cuerpo. Quiero
devolverme una parte, aunque sea humilde, de la soberanía física de
los animales.
Lo del árbol. Esto
no es nuevo en absoluto. Y es mi proyecto más difícil. Más que la
recuperación de la espontaneidad y que el entrenamiento físico. Ser
autónoma y generosa de esa forma, ¿te imaginas? Tener lo
fundamental al alcance de raíz y hoja. Alimentarme por mí misma.
Tener una responsabilidad radical sobre mis emociones. Generar aire
respirable. Amortiguar la violencia del sol o la lluvia. Dar sombra
incluso al que viene con el hacha. Ser una forma de vida compasiva.
Hábitat más que individuo.
Vieja. Mono. Árbol. Piedra
nunca. Que no os extrañe si escribo poco. Tengo mucho
trabajo por delante.
Vamos los propósitos de año nuevo disfrazados de "Proyectos VMA" o "Carrera de obstaculos".
ResponderEliminarEspero que los consigas.