domingo, 21 de enero de 2018

Cuando no eres capaz de poner un libro leído en la estantería porque se ha convertido en ti misma.


Buena parte de lo que he vivido lo he buscado o lo he encontrado en los libros antes mismo de vivirlo. Mi oráculo, mi bastón, mis fetiches. Me he enamorado antes de personas inventadas que de reales. He sentido dolores de decadencia y muerte antes de que la muerte me resultara mínimamente inteligible. He creído que leyendo aprendía a querer y a dejar de querer, y más tarde he aprendido que uno siempre llega y se va del mundo como si fuera la primera criatura viva en la Tierra. El equipaje de sabiduría adquirida sirve de poco cuando aterrizas a los momentos de darte por completo o de disolverte. Ningún libro te enseña seriamente que, en las cuentas de la existencia, el decimal que te corresponde es insignificante. Ninguno te entrena para la conciencia de que la experiencia ajena es inaprensible. A la soledad sólo te acostumbras estando solo.

Pero yo chupo de los libros como un bebé de su chupete, en busca más de alivio que de verdadero sustento. Siempre persigo aquel que en cada coyuntura, en cada empresa, digiera por mí, previamente, un bocado crudo y correoso de vida. Cuando no sabía explicarme por qué me acostaba cada noche con la sensación de que me había saltado la salida correcta en una autopista, busqué un libro. He llenado mi nostalgia de lugares con palabras a toneladas. Me he lanzado a piscinas de papel queriendo escribir mejor, respirar mejor, alimentarme decentemente, ser un poco más consciente, moverme con respeto a las ocurrencias de la evolución.

Y desde que la naturaleza empezó a parasitarme he buscado sin descanso un manual de instrucciones perfecto. Una brújula y, necia de mí, un resumen. Con eso no me voy a topar, porque cada letra que la naturaleza escribe engancha automáticamente con el lenguaje completo: no puedes pescar un pez sin llevarte todo el mar a casa; no es posible apenas entender esta brizna de hierba sin acabar mirando a las estrellas tarde o temprano. Pero a pesar de ese reconocimiento de que el espectro de lo vivo y lo muerto es inabarcable, yo he ido en pos y he encontrado una llave.

Alguien lo suficientemente amable como para leer esto que escribo, me recomendó En un metro de bosque, de David George Haskell. Lo busqué, y comprobé que su edición estaba agotada; me resigné a soñar a partir del título y a escribir mi propia versión, mentalmente. En el penúltimo mes del año recién pasado, como si el amor a veces tuviera recompensa, la editorial (Turner) tuvo a maravillosamente bien reimprimirlo. El puro canto al ciclo que es esta obra brotó, se marchitó, fue descompuesto por mentes que no eran la mía, provocó crecimientos... y de nuevo brotó. Yo lo he estado mordisqueando poquito a poco, y ahora su savia se mezcla con la mía. Apúntamelo en la cuenta, Alguien.


Dentro hay huellas de dedos manchados con tierra, un hoja de ginkgo y muchos picos doblados.

Si no te interesan lo más mínimo los gusanos parásitos, los saltamontes, mitocondrias, micelios, los inextricables flujos de energía y nutrientes, la profusa textura del mundo, ni te acerques. Hay mucha ciencia y mucho inventario prolijo, pero ante todo hay silencio. Hay la humilde conciencia de que lo que se dice es noble, pero lo que no se puede decir, porque no hay palabras o siquiera experiencia de ello, es aún más hermoso. Hay violencia y hay quietud. Hay un dedo que dice mira eso de ahí, qué preciso, qué ajeno, qué acabado y distinto. Y eso, y eso, y aquello. Pero precediendo al dedo y comprendiéndolo hay una mirada que, sin palabras, simplemente invita.


Mira. Deja en suspenso tus plantillas mentales. Olvida el árbol-concepto y acércate al árbol. Míralo mucho más. Mira hasta que te confundas con lo mirado, hasta que comprendas con todo tu ser, y no porque lo has leído en este libro, que el aislamiento es imposible y que tu materia y tu energía están imbricadas en la matriz del mundo. Mira. Sigue mirando. Sin expectativa, sin todo el peso, ahora mismo, de tu cultura y tu aprendizaje. Bórrate y a la vez inclúyete; comprende que tú también eres naturaleza, un producto tallado por las mismas fuerzas de supervivencia y hambre que han dado forma a tu objeto de estudio. Devúelvete adonde pertececes. Intenta escoger un camino que no deje una estela de belleza aplastada. Llega por ti mismo a la tesis de que, ante el espectáculo de la vida, en cualquiera de sus formas, en el bosque, en la paloma de ciudad, en tu codicia humana, bajo tus uñas, la única reacción adecuada es el asombro.


5 comentarios:

  1. Me encantas !!
    Me ha parecido oler de nuevo el bosque de mi infancia cuando caía la lluvia .

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  2. Soy de nuevo esa persona amable para avisarte de que el autor acaba de sacar otro libro con el sugerente título de 'Las canciones de los árboles' (también en Turner). Éste aun no me lo he comenzado, un poco porque me asusta que no cumpla las expectativas... pero vamos, que caerá en breve. Veo que tenemos aficiones comunes (incluyendo a M. Pollan o la afición creciente por los huertos y los callos en las manos). Cuando quieras nos intercambiamos estampitas.
    Saludos desde Cádiz.

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    Respuestas
    1. Suttree!! Tengo una cabeza para que me la corten y me pongan encima del cuello una casita para pájaros: te había dado por anónimo.
      Sabes qué? Está misma tarde he ido a por la segunda dosis de Haskell. Voy a hacer con él lo que procuro con toda experiencia: vivirlo como si hubiera nacido esta misma mañana y plantarle así un cortafuegos a la expectativa.Así que, hala,empieza a escuchar a los árboles que nos montamos pronto y rápido un club de lectura clorofílico.
      Vuelvo a darte las gracias-gracias-gracias. Estoy muuuy a favor de la propuesta de las estampitas.
      Un abrazo!

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  3. Me fascina como escribes, me asombra, la precision que tienes viendo y encontrando las palabras mas exactas para contarlo, leyendote dan ganas de vivir como tu, de ser asi, de estar ya en ese punto tan avanzado, de no perderse nada.

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