No
juzgar a la ligera. No juzgarme. Soy bastante amable conmigo misma,
pero me obligo a cumplir estos mantras. Muchas veces se me olvidan. Y
entonces me sorprendo, por ejemplo, catalogando de banal el tiempo
medio exagerado que dedico a pensar en cómo utilizar más y mejor mi
cuerpo.
Supongo
que crecí en una época en la que el intelecto tenía todavía una
reputación incuestionable. Desprovistos de otras memorias e
inteligencias de bolsillo que no fueran los libros, perduraba aún la
confianza en el sobrestimado adjetivo sapiens. La educación
era una explotación intensiva cuyo objetivo era cebar la mente de
los niños. Había que poner la mayor cantidad de kilos de
conocimiento de calidad dudosa en el menor tiempo posible. Brazos y
piernas languidecían enjaulados en la clase. La nota de gimnasia a
veces ni siquiera puntuaba. Nos convertíamos poco a poco en un tipo
de ganado que, como las gallinas de las granjas industriales, no
tenía oportunidades serias de sobrevivir por sus medios al aire
libre. La asignatura era sacrificada tras el examen. Supongo también
que, templada la fe en el raciocinio, el asunto educativo no ha
cambiado mucho.
Por
eso a veces me avergüenzo y me insto a dedicarme a menesteres menos
físicos. Como si me pillara a mí misma masturbándome. Déjate de
saltos y pesas y dedica el alimento ingerido a tareas mentales de
provecho. Reflexiona. Cavila. Discurre. Cultiva tu inteligencia
verbal y lógica. Hipertrofia tu pensamiento. Entrena tus poderes
intrínseca y exclusivamente humanos.
Y
entonces es cuando repaso mis callos. Últimamente me rozo las
durezas insólitas en mis manos como si fueran las cuentas de un
rosario. Trocitos de cuero minúsculos al pie del envés de tres
dedos. Con ellos rezo, medito. Y como en cualquier operación similar
- rosario, om,
baile de derviches - termino liberándome de mi vanidad de individuo
pensante. Me miro las trabajadas manos de cerca y recupero el
asombro. Cuántos millones de años necesarios para que la evolución
tallara estructuras como estas. Cuántos ensayos, cuántas ramitas
que terminaron siendo soltadas por cuántas garras, sin beneficio. La
palma ancha, los dedos conectados minuciosamente al cerebro a través
de una red intrincada de nervios, el virtuoso pulgar abatible. Ponte
las manos delante de los ojos. Obsérvalas un buen rato. Sociables.
Asesinas. Artífices. Si las manos no fueran lo que son, tal vez la
mente no se hubiera terminado desarrollando. Son, sin duda, el
cimiento de lo humano. Hay una voz dentro de mí que, incansable,
cacarea yo, yo, yo.
Mis manos, con su verdad de músculo, hueso y nervio, expresan mucho
mejor mis poderes.
Y
me recuerdan hoy otra vez la estupidez, la impostura de identificarme
sólo con lo que pasa en mi mente. Yo
es un resumen muy burdo de un cúmulo de impulsos eléctricos que se
transmiten a través de una determinada forma de materia. Mis manos
son yo. Mis glúteos y mis glóbulos blancos. La información
sensorial prodigiosamente almacenada en mi memoria. Los conocimientos
transmitidos por la tribu. Mi pensamientos igual que mis saltos.
Cierro
los puños, voy leyendo con la yema del pulgar estos callos que me
han salido y que mi educación tilda de feos. Estoy aprendiendo a que
me hagan sentir orgullosa. Son un relato de vida y uso, una alusión
directa. He descubierto que, quizás por exceso de mente, tengo poca
fuerza en las manos. No tengo mucho agarre y toda la potencia que
pudiera tener mi cuerpo se escapa por ese sumidero. Siempre se me han
caído mucho las cosas. Es probable que lo que uno es se codifique
perfectamente en lo que puede o no hacer con las manos. Cuando mis
durezas apuntaron como yemas empecé a usar guantes en el gimnasio.
Estos últimos días entreno a piel desnuda. No quiero olvidarme más
de que yo también es esta nueva, creciente fuerza.
El culto al cuerpo reemplazó, una vez más, el culto al conocimiento.
ResponderEliminarSuerte con tus callos.
J.
José A. García, en vez de reemplazar un culto al otro ¿no crees que puedan ir paralelos?
ResponderEliminarPara mí, una cosa sin la otra no funciona.
ResponderEliminarCreo que vivimos una era en que esos bohemios de pipa en mano y panza de apoyo de copa pasaron a la historia.
De nada nos sirve una mente cultivada si el cuerpo no la acompaña, porque el cerebro forma parte del cuerpo y tenemos ya bien comprobado que cuanto mejor físico, mejor mente. Los antiguos nunca se equivocaban: aquello de "mens sana..."
Salud!