Mi amiga a la que sólo abrazo con
palabras y yo nos escribimos cartas. Empezamos cruzando correos
electrónicos y después, como una forma de rito, nos pasamos al
papel. La tinta. Los sellos que ya no dejan un sabor amargo en la
boca porque ya no hace falta chuparlos. Los sobres: entro en el
estanco con la leve zozobra de los actos inusuales, casi como si
fuera a comprar la píldora del día después. Los buzones siempre
ponen a prueba mi confianza, y siempre se la ganan. Entrego mi carta
y me encomiendo al buen hacer de alguien. Es una labor cuajada de
huellas, una interacción en la que intervienen manos. Cuando hay
manos de por medio, hay un plus de calor, una recuperación de la
solidez.
No conozco la estatura de mi amiga, las
cambios que la risa produce en su cara. No he escuchado su voz ni su
acento, ni me ha llegado su olor, aunque yo lo imagino como una
mezcla de hierba mañanera y pan tibio. Con semejante falta de datos,
ni siquiera sé si tengo derecho a llamarla amiga. Nunca he besado
sus mejillas ni la he abrazado. Y a pesar de que nuestra simpatía es
intangible, nos enviamos materia escrita de una parte a otra del
país. Como si nos lanzáramos salvavidas para no naufragar en el mar
sin sustancia que amenaza con tragarnos. Una forma bastante cándida
de intentar nivelar la balanza inclinada sí o sí a favor de las
realidades virtuales.
¿Nostalgia de un mundo moribundo? Sin
duda. Las cosas físicas declinan. Monedas, nóminas y facturas,
libros y cuadernos de campo, amistades y música; mapas de carretera,
álbumes de fotos, aparatos que funcionan a pilas, guías de viaje,
fuego en las cocinas. Claro que podemos pasar sin todo eso. Lo sólido
es un engorro. La mente no necesita alimentos materiales para crecer
y multiplicarse. Yo odiaría volver a los bancos para hacer
transferencias. El corazón me dolería si tuviera que renunciar a
mis fuentes de música emancipadas del disco. Y si ya no me leyera
nadie a través de este blog... Seguiría saliendo alegre al mundo y
encontrándolo extraño, voraz o deslumbrante, pero siempre miraría
a mi alrededor con la esperanza de tener cerca a alguien a quien
señalárselo. Me sentiría el último mohicano.
Hacer los deberes de niña, tomar apuntes
en la universidad, escribirlo todo a mano, me formó un tremendo
callo en el dedo anular que con los años y los teclados se ha ido
desintegrando. No lo echo de menos en absoluto. Y sin embargo, cuando
un ataque informático global nos estremece y nos pone a las puertas
de una distopía sin dinero, ni electricidad ni memoria personal ni
vínculos, mi hambre de materia se renueva. Libros acariciables.
Letra manuscrita. La voz seguida de aliento. El dedo que señala al
pájaro. Manos que haciendo cosas se transforman. Abrazos.
Y me pregunto si habrá alguna otra forma
cándida de equilibrar la balanza. Si todavía hay tiempo de corregir
paradojas: confiar en un mundo fácil pero vulnerable. Guardar mi
corazón en un disco duro que no entiendo, como tampoco entiendo a mi
cerebro, y esperar que se quedé siempre ahí, bien fresco y a mi
disposición. Mandar adonde quiera mi voz de manera que conserve algo
de cuerpo. Estar allí contigo, lejos, a través de una pantalla, y
que a la vez haya un flujo de calor. Abrazar con palabras y que eso
sea otra forma de materia.
(* Hug = abraz0, anglófobos. Mi versión del virus. Ya podéis ponerlo a rular por vuestros equipos en red )
Me gustan estas historias de abrazos, de cartas, de distancia. Bueno... o me gustaban, creo que con los años me voy volviendo mas tangible. Necesito tener cerca a la gente que quiero y si no lo están al menos que pueda ir corriendo a su lado. (O volando.)
ResponderEliminarFíjate que a mí me pasa al contrario... que creo que lo físico va recuperando su lugar y la vida se está volviendo, como tú hermosamente dices, "fácil pero vulnerable". Poc a poc, eso sí, muy lento y muy silencioso.
ResponderEliminarAbrazo sólido, amiga, fuerte y revoltoso!