viernes, 19 de mayo de 2017

Mi cortafuegos

 
Muchas veces no sé qué hacer con esto. Con la alegría. Con las palabras. No entiendo muy bien cómo han llegado a convertirse en parientes, pero así ha sucedido.

Primero vinieron las ganas de contar y de soltar, de absorber y de ceder, de libar belleza y dulzura y veneno en estado bruto para después devolver algo comestible. De la mano de las ganas, la atención a lo que está fuera de mí y también dentro, y la comprensión de que no son territorios tan dispares, y de que el cráneo y la piel son más permeables de lo que parece. Espié cómo actúa el filtro de la mente y pensé ah, cabrón, ah, tramposo, ah, pobrecito. Y entonces fue llegando la reconciliación: entre lo que pensaba que debía ser la realidad y lo que es; entre mis ganas imprecisas y yo misma. De ahí a la alegría quedaban unos metros, fáciles de superar con un salto. Es lo que hice y es lo que hago, porque soy un animal comodón por naturaleza, y porque a la vida quiero verle todavía menos inconvenientes que ventajas.

No creas que me engaño. Sé tan bien como cualquiera que, vista con instrumentos de precisión, un microscopio o un catalejo, cualquier biografía es susceptible de hacerte enarcar una ceja. Tanto afán, tanto apremio. Tanto dolor, tanta miseria. Tanto desamor, tan poca inocencia. Respirar mata, el ADN te traiciona. Nadie habla verdaderamente tu lengua. La mezquindad campa a sus anchas. La decencia es pose o artículo de lujo. Toda realidad es interpretable y todo generalmente se malinterpreta.

De todo eso me protejo con mi cortafuegos de alegría y palabras. Procuro moverme desnuda, curiosa y simple por este mundo sucio. Pero ¿con eso basta? A mí me viene bien, desde luego, pero yo ya he dejado de pensarme exclusivamente como un individuo. El afán ajeno me consume. Tu dolor me hace tanto daño. Cada tara en el amor de la que soy testigo se suma a mis propias taras. La mezquindad de los demás me salpica. Tu ego invoca a mi ego y termina sacándolo medio podrido de donde lo había enterrado. No soy capaz de sobrevivir sola en mi isla de calma. Conjugar los verbos del vivir en primera persona es una trampa.

¿Cómo colectivizo entonces la sonrisa a prueba de ruina? ¿Qué palabra ofrezco? Si es que las palabras sirven de algo. Si funcionan mejor que una tirita taponando un tajo en el cuello. A veces intento encontrar un consuelo hablado para el mal o el fracaso ajenos. Y casi siempre me siento una boba bienintencionada, qué combinación medio odiosa. ¿Cómo puede curar mi discurso improvisado a un discurso mental tuyo que llevará fraguándose años? ¿Cómo puedo convencerte de que esto es verde y no rojo? ¿Cómo convencerte de que si tu impotencia fluye en mi dirección, también puede fluir hacia ti mi alegría? ¿Qué te digo para que confíes en que sigue habiendo ventajas?

4 comentarios:

  1. Gracias por tu sonrisa y por tu mirada alegre y curiosa!!
    Nos hace taaaanta faltica!
    Beesos!

    P.D. Esta noche entre vinos y gentes a la luz de la luna, alguien ha sacado el tema de Betty M.

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  2. No puede ser casual que hoy hayas escrito sobre la deseable bidireccionalidad de los sentimientos. Y sí, tus palabras son un flujo continuo de ilusión... y sí, con ellas, afortunadamente para nosotros, tus lectores, colectivizas tu sonrisa.

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  3. Silvia,

    Es un regalo para quienes te leemos encontrar tanta sensibilidad acurrucada en cada rincón de tus frases. A veces hay más alegría, a veces una cierta soledad, otras tantas amor por esa naturaleza que nos acoge... pero siempre hay vida. Gracias por compartirlas.

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  4. Existe la imposibilidad de hacer feliz a los otros y ser feliz al mismo tiempo, sólo se puede uno o lo otro, pero no ambas cosas.
    Para todo lo demás existen los psicofármacos...

    Saludos,

    J.

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