lunes, 1 de mayo de 2017

El silencio llama al silencio

Domingo, sies y media de la tarde. La barriga llena de té y manzana. Articulaciones a punto de montarme una huelga, reivindicando su derecho al descanso. Mi cerebro supura igual que el huerto empapado, porque cuando leo en casa de mi padre me dan ataques de bulimia. Todo eso tengo. Más un sofá. Y tiempo por delante. Llevo una vida rica.

El aburrimiento y yo coqueteamos. No muy seriamente. Él sabe que voy a dejarlo pavonearse y que a la hora del sí o no, se quedará con las ganas. Yo sé que el aburrimiento tiene cosas interesantes que decir, pero que con él es mejor no llegar a intimidades. Habitualmente lo esquivo, pero no me acobarda. Hoy me está rondando. Veremos si me convence de que vale la pena entregarse.

Un sofá en el que no pasa nada, no se lee, no se abraza o se besa, no se ven películas, recuerda a un vagón de tren. Se trata de tumbarte y no intervenir activamente en el curso del mundo. Las imágenes del paisaje mental se suceden y se sustituyen unas a otras sin cortes ni interrupciones, a veces a demasiada velocidad como para que puedas juzgarlas; otras a un ritmo cadencioso, traqueteante, el tren casi parando y tú con la tentación de bajarte en esa estación que no es la tuya. Tienes que resistirla y continuar el viaje. Seguir pasando sin aferrarte mediante la identificación o la crítica.

Un sofá es un observatorio ornitológico, una buena parada donde practicar la escucha. Mi cráneo es una camára ecoica. Esta misma tarde he aprendido qué es eso: un lugar en el que el sonido reverbera al máximo. Olas de ruido de diferentes direcciones que se cruzan entre sí y amenazan con ahogar los mensajes importantes. Sigo oyendo ecos de lo leído, lo pensado y lo experimentado, repasando grabaciones de mis cámaras de videovigilancia, aburriéndome y deseando hacer algo. Todo eso junto es ruido. Mi cuerpo tumbado, la polifonía del presente: los mensajes. Dolor de rodilla, rachas de viento, mirlos histriónicos, un rodar de coches en la autovía que procuro equiparar al oleaje del mar cercano. Qué complicado, oír sin filtrar los sonidos por el tamiz de la mente. Atender sin la intermediación de ese intrigante diplomático.

Leí esto, por ejemplo: “El ruido llama al ruido, y el silencio, a más silencio. Incluso los pájaros pían más alto en las ciudades para hacerse oír entre sus congéneres". Ecos de piedad e inquina rebotan en mi cráneo como bolas de pinball. La mente llama a más mente. Pobre de mí, pobres pájaros. Estoy a punto de bajarme en cada estación, enredarme en cada idea. La ciudad allá lejos pero inminente, mostrando sus fauces. La viejísima vocación de poner la vida patas arriba a cada poco y cambiar de escenario. Todo eso me incumbe, pero mientras sigo tumbada en el sofá sólo es ruido. Continúo mi viaje.

Rodilla, viento, mirlos y coches, runrún mental. Escucho. Atiendo, dejo pasar. “El ruido es todo sonido no deseado”. ¿Y el silencio? Tal vez estar presente, sin deseos, sin censuras. Hubo un momento en que en mi cráneo se oyó un me aburro. Y me entregué a esa realidad sin tratar de escaparme. Seguí escuchando. Valió la pena, la verdad.

1 comentario:

  1. lectoraadicta01 mayo, 2017 12:24

    "La viejísima vocación de poner la vida patas arriba...".¡Es zanahoria que nos empuja!.

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