Domingo, sies y media de la tarde. La
barriga llena de té y manzana. Articulaciones a punto de montarme
una huelga, reivindicando su derecho al descanso. Mi cerebro supura
igual que el huerto empapado, porque cuando leo en casa de mi padre me dan
ataques de bulimia. Todo eso tengo. Más un sofá. Y tiempo por
delante. Llevo una vida rica.
El aburrimiento y yo coqueteamos. No muy
seriamente. Él sabe que voy a dejarlo pavonearse y que a la hora del
sí o no, se quedará con las ganas. Yo sé que el aburrimiento tiene
cosas interesantes que decir, pero que con él es mejor no llegar a
intimidades. Habitualmente lo esquivo, pero no me acobarda. Hoy me
está rondando. Veremos si me convence de que vale la pena
entregarse.
Un sofá en el que no pasa nada, no se
lee, no se abraza o se besa, no se ven películas, recuerda a un
vagón de tren. Se trata de tumbarte y no intervenir activamente en
el curso del mundo. Las imágenes del paisaje mental se suceden y se
sustituyen unas a otras sin cortes ni interrupciones, a veces a
demasiada velocidad como para que puedas juzgarlas; otras a un ritmo
cadencioso, traqueteante, el tren casi parando y tú con la tentación
de bajarte en esa estación que no es la tuya. Tienes que resistirla
y continuar el viaje. Seguir pasando sin aferrarte mediante la
identificación o la crítica.
Un sofá es un observatorio ornitológico,
una buena parada donde practicar la escucha. Mi cráneo es una camára
ecoica. Esta misma tarde he aprendido qué es eso: un lugar en el que
el sonido reverbera al máximo. Olas de ruido de diferentes
direcciones que se cruzan entre sí y amenazan con ahogar los
mensajes importantes. Sigo oyendo ecos de lo leído, lo pensado y lo
experimentado, repasando grabaciones de mis cámaras de
videovigilancia, aburriéndome y deseando hacer algo. Todo eso junto
es ruido. Mi cuerpo tumbado, la polifonía del presente: los
mensajes. Dolor de rodilla, rachas de viento, mirlos histriónicos,
un rodar de coches en la autovía que procuro equiparar al oleaje del
mar cercano. Qué complicado, oír sin filtrar los sonidos por el
tamiz de la mente. Atender sin la intermediación de ese intrigante
diplomático.
Leí esto, por ejemplo: “El ruido
llama al ruido, y el silencio, a más silencio. Incluso los pájaros
pían más alto en las ciudades para hacerse oír entre sus
congéneres". Ecos de piedad e inquina rebotan en mi cráneo
como bolas de pinball. La mente llama a más mente. Pobre de
mí, pobres pájaros. Estoy a punto de bajarme en cada estación,
enredarme en cada idea. La ciudad allá lejos pero inminente,
mostrando sus fauces. La viejísima vocación de poner la vida patas
arriba a cada poco y cambiar de escenario. Todo eso me incumbe, pero
mientras sigo tumbada en el sofá sólo es ruido. Continúo mi viaje.
Rodilla, viento, mirlos y coches, runrún
mental. Escucho. Atiendo, dejo pasar. “El ruido es todo sonido
no deseado”. ¿Y el silencio? Tal vez estar presente, sin
deseos, sin censuras. Hubo un momento en que en mi cráneo se oyó un
me aburro. Y me entregué a esa realidad sin tratar de
escaparme. Seguí escuchando. Valió la pena, la verdad.
"La viejísima vocación de poner la vida patas arriba...".¡Es zanahoria que nos empuja!.
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