jueves, 2 de marzo de 2017

Profundidad de campo


Me juré que pasaría al aire libre cada hora diuna de mi descanso. Llegué a ese compromiso con mi cuerpo. Lo devolvería a su hábitat. Lo colmaría de oxígeno recién exhalado por unos cuantos cloroplastos queridos y de espacio. Nada de pantallas. Dieta restrictiva de construcciones arquitectónicas y verbales. Ojos para fundir los contornos de la realidad, libres por fin de gafas. Para acompañar un instante a los pájaros y después soltarlos. Dedos para arrancar hierba, y no para gastar teclados. Uñas sucias de tierra. Pie contra piedra y suelo blando.

Tenía mi desdicha de vaca estabulada, ordeñada exprimida esquilmada agotada. Estaba atrapada en la pegajosa telaraña de la oficina. En mis pesadillas la bestia tiene cara de ordenador y me succiona los jugos, me deja vacía y luego yo, pura cáscara, ando de camino a casa con la mirada corrompida, incapaz de darme cuenta de que no todo es plano y automático. Necesitaba recuperar la sinuosidad del mundo. La espera. La profundidad de campo. Dejar de ver cómo palabras que no se pronuncian se reproducen en una página que no existe. Esa forma de contaminación sutil.

Tenía mi síndrome de abstinencia del paisaje. De quien soy cuando atiendo a aquello que habla idiomas que desconciertan a mi cerebro, o al menos a su engreída corteza. Quería volver a chapurrear otros dialectos. El del liquen, la babosa, la mosca verde que zumba por las flores de durillo, en plena campaña de lavado de imagen. Pájaros demasiado atareados para revelarme sus nombres: corredores de bolsa. Criaturas tímidas como un déjà vu. Huellas. Polen. Feromonas. Mensajes de sexo y huida. Gato, perros a los que llamo míos sólo porque componen mi hogar y los quiero. Manipulada por las formas posesivas del cariño.

Y mira. En plena efervescencia del atardecer, cuando las cosas tragan más y más luz declinante y se vuelven suaves y sumisas, me embridé a mí misma y encendí este ordenador. El sol no es amigo de las pantallas, y hasta al sol le hemos perdido el respeto. Olvidé mi pacto del aire libre y volví al interior. Y entonces me acordé de que esta casa, paredes amarillas, nido de luz, techo alto, también es paisaje. Y de que en este corazón mío crece hierba. Aquí adentro es un país al aire libre. No hay blanco/silvestre contra negro/edificio. Estar presente así, dedos sobre el teclado, el dosel de los árboles como un credo que se confirma en cada palabra sincera: también es naturaleza.

4 comentarios:

  1. ¡Cuánta razón en tus palabras, Silvia! También a veces añoro el chapurreo de otros dialectos (qué bella expresión) y me doy cuenta que, quizás, el secreto reside en ese difícil equilibrio entre el dentro y el afuera, la creación y el silencio. El poeta catalán JV Foix tiene un verso, para mí precioso, que resume esa necesidad de los aparentemente contrarios: "Me exalta el nou i m'enamora el vell" (Me exalta lo nuevo y me enamora lo viejo". Gracias por los chapurreos de las teclas.

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    1. Oh, gracias a ti por ese regalo/verso. Enamorarse de lo viejo es un seguro de vida contra ese espejismo de la rutina. Más difícil que el equilibrio es aprender que no hay frontera ni diferencia: dentro es fuera y viceversa. El silencio es creativo, y la creación sin silencio, verborrea.

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  2. Si no lo has leído -no podré creérmelo- echa un vistazo a «Superficiales» de Nicholas Carr. Miedo da hacia dónde vamos.
    Hoy, ritmo: https://youtu.be/PszozSTwmb4

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    1. Créetelo. Ups. Voy a solucionar esa superficialidad.
      (Hoy, quiero ese vestido blanco, y al guitarrista de pie)

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