Me juré que pasaría al aire libre cada
hora diuna de mi descanso. Llegué a ese compromiso con mi cuerpo. Lo
devolvería a su hábitat. Lo colmaría de oxígeno recién exhalado
por unos cuantos cloroplastos queridos y de espacio. Nada de
pantallas. Dieta restrictiva de construcciones arquitectónicas y
verbales. Ojos para fundir los contornos de la realidad, libres por
fin de gafas. Para acompañar un instante a los pájaros y después
soltarlos. Dedos para arrancar hierba, y no para gastar
teclados. Uñas sucias de tierra. Pie contra piedra y suelo blando.
Tenía mi desdicha de vaca estabulada,
ordeñada exprimida esquilmada agotada. Estaba atrapada en la
pegajosa telaraña de la oficina. En mis pesadillas la bestia tiene
cara de ordenador y me succiona los jugos, me deja vacía y luego yo,
pura cáscara, ando de camino a casa con la mirada corrompida,
incapaz de darme cuenta de que no todo es plano y automático.
Necesitaba recuperar la sinuosidad del mundo. La espera. La
profundidad de campo. Dejar de ver cómo palabras que no se
pronuncian se reproducen en una página que no existe. Esa forma de
contaminación sutil.
Tenía mi síndrome de abstinencia del
paisaje. De quien soy cuando atiendo a aquello que habla idiomas que
desconciertan a mi cerebro, o al menos a su engreída corteza. Quería
volver a chapurrear otros dialectos. El del liquen, la babosa,
la mosca verde que zumba por las flores de durillo, en plena campaña
de lavado de imagen. Pájaros demasiado atareados para revelarme sus
nombres: corredores de bolsa. Criaturas tímidas como un déjà
vu. Huellas. Polen. Feromonas. Mensajes de sexo y huida. Gato, perros a los que llamo míos sólo porque componen mi
hogar y los quiero. Manipulada por las formas posesivas del cariño.
Y mira. En plena efervescencia del
atardecer, cuando las cosas tragan más y más luz declinante y se
vuelven suaves y sumisas, me embridé a mí misma y encendí este
ordenador. El sol no es amigo de las pantallas, y hasta al sol le
hemos perdido el respeto. Olvidé mi pacto del aire libre y volví al
interior. Y entonces me acordé de que esta casa, paredes amarillas,
nido de luz, techo alto, también es paisaje. Y de que en este
corazón mío crece hierba. Aquí adentro es un país al aire
libre. No hay blanco/silvestre contra negro/edificio. Estar presente
así, dedos sobre el teclado, el dosel de los árboles como un credo que se confirma en cada palabra sincera: también es naturaleza.
¡Cuánta razón en tus palabras, Silvia! También a veces añoro el chapurreo de otros dialectos (qué bella expresión) y me doy cuenta que, quizás, el secreto reside en ese difícil equilibrio entre el dentro y el afuera, la creación y el silencio. El poeta catalán JV Foix tiene un verso, para mí precioso, que resume esa necesidad de los aparentemente contrarios: "Me exalta el nou i m'enamora el vell" (Me exalta lo nuevo y me enamora lo viejo". Gracias por los chapurreos de las teclas.
ResponderEliminarOh, gracias a ti por ese regalo/verso. Enamorarse de lo viejo es un seguro de vida contra ese espejismo de la rutina. Más difícil que el equilibrio es aprender que no hay frontera ni diferencia: dentro es fuera y viceversa. El silencio es creativo, y la creación sin silencio, verborrea.
EliminarSi no lo has leído -no podré creérmelo- echa un vistazo a «Superficiales» de Nicholas Carr. Miedo da hacia dónde vamos.
ResponderEliminarHoy, ritmo: https://youtu.be/PszozSTwmb4
Créetelo. Ups. Voy a solucionar esa superficialidad.
Eliminar(Hoy, quiero ese vestido blanco, y al guitarrista de pie)