De vez en cuando coincide con Lucy por
los pasillos, los almacenes, las salas donde la visión de futuras
exposiciones empieza a germinar como una plántula. Y ella le sonríe
fugazmente, o más a menudo su prisa y su nervio hacen que ni
siquiera se percate de su existencia, y entonces Betty se siente más
insignificante que un grano de polen, un alga unicelular, una espora.
Tal vez si fuera una de esas cosas merecería la atención de Lucy,
si fuera una de esas llaves imperceptibles pero maestras. Qué
inhumano, qué injusto: los notables incapaces de interesarse por sus
semejantes. La ve pasar seguida de su estela de indiferencia, y
entonces recela del invento de Linneo, esa manía de agrupar a los
seres vivos según parecidos cuestionables, ese abuso de las
categorías. Betty y Lucy Cranwell no son de la misma especie, no
importa qué profeta de la ciencia lo diga.
Aunque al menos en una ocasión Lucy ha
elogiado su trabajo. Me sirves más tú en tu par de horas que
cualquiera de las otras a jornada completa. Betty soba esas
palabras como las cuentas de un rosario. Sólo de recordarlas se le
vuelven a poner las orejas rojas. Y ahora, intentando despegar dos
pliegos de papel secante sin que el ejemplar que se esconde entre
ellos se haga trizas, piensa que a lo mejor se está convirtiendo en
alguien útil. Conoce de antiguo ese temblor en el pecho, la
excitación de estar a punto de definirse mediante el arrebato. Oh,
sí, es como cuando...¡Beauty! Cuánto tiempo sin acordarse
de ella, la yegua de la que se enamoró cuando no tenía ni cinco
años. El músculo pulido, las pestañas largas, sus ojos llenos de
juicio, aceptándola. Era amor, sin duda, de ese tipo que transforma
en ambición el miedo. ¿Consiguió de verdad subirse a su lomo, ella
sola? ¿Se ha inventado ese recuerdo o sucedió de veras? ¿Hubo un
tiempo en que tuvo fuerza? Tan diminuta, tan exaltada... Recuerda que
cuando su padre la descubrió así, ella gritó ¡voy a ser la mejor
jinete del mundo! Recuerda que él se puso en jarras y rió y su
bigote respondió: ¡espléndido! Y no quiere recordar más, porque a su
madre le horrorizaban los caballos y se negó en redondo a que Betty
recibiera clases de monta.
Pues Lucy es como aquella yegua, sólo
que no la mira lo suficiente como para saber si la acepta. Sus pasos
por el museo tienen un eco de cascos. Y es fuerte, es ágil y galopa.
Lucy, la jugadora de cricket, la senderista que a todos adelanta,
Lucy la nadadora. Huele fuerte. No a sudor ni a perfume: a
adrenalina. La nariz y las mejillas a veces quemadas. Lucy pionera,
la cara todavía indómita de Nueva Zelanda. Primer país donde a las
mujeres se les reconoce el derecho al voto. Lucy como los animales:
completa en sí misma.
Y sin embargo eso no es cierto del todo.
Incluso Lucy Cranwell, desde los veintiún años directora de la
sección de Botánica del nuevo museo de Auckland, tiene alguien que
la redondea y la termina. Lucy tiene una semejante. Tanto, que
también se llama Lucy. Naturalista como ella, igual de aguerrida y atlética. La segunda Lucy se apellida Moore, y en su tierra se la
conoce como la madre de la botánica neozelandesa. Así que Linneo no andaba
tan equivocado. Las dos Lucies forman una categoría: la de la leyenda. Amazonas, mujeres que viajan solas y juntas. Se ensucian de barro las
piernas desnudas, en una época en la que en las tiendas que
aprovisionan de ropa a los montañeros no hay sección femenina.
Toman las botas prestadas a sus hermanos pequeños, sombreros de ala
ancha, pantalones cortos de lona. Duermen al raso, se ríen echando
hacia atrás las cabezas, se abrasan, se empapan, se caen y se
arañan. Suben picos, descifran los entresijos de las selvas, viajan
como prisioneros en trenes de carga. Estudian todo lo que pueda haber
vivo entre las algas de la playa y las humildes flores de las cimas.
Y luego publican artículos, ganan becas que gastan en nuevos viajes,
son admiradas por sus colegas masculinos, les dedican incluso un
poema: tan briosas, tan brillantes, tan bravas, tan fuertes, tan
alegres, y tan listas.
Betty las ve llegar a veces al museo,
todavía sucias de campo, incapaces de despedirse. Con esa hermosura
silvestre que desprecia los cánones sociales. Huelen igual que
aquella yegua Beauty de su padre. Y le despiertan el mismo
deseo de ser libre y fuerte, el apetito de la intemperie, la vocación
de ser alguien.
Las dos Lucies. Gobierno de NZ mediante. |
Cuantas vidas-animales, vegetales- interesantes y anónimas.Te agradezco que nos des a conocer algunas de ellas.
ResponderEliminarHermosa la foto de las Lucies.
No hay vida para incluir tantas otras vidas. Pero cómo no intentarlo, verdad?
Eliminar"Conoce de antiguo ese temblor en el pecho, la excitación de estar a punto de definirse mediante el arrebato."
ResponderEliminar"Y le despiertan el mismo deseo de ser libre y fuerte, el apetito de la intemperie, la vocación de ser alguien."
Qué exacto, que bien encontradas las palabras para explicarlo tan precisamente..
Gracias, Tú!!
Eliminar