Así que fue Nellie Maud, madre de Betty
Molesworth, la que de una forma u otra la colocó en el disparadero
de las plantas. Hay en ese triángulo compuesto por hija, madre y
botánica una especie de necesidad ecológica, un apremio parecido al
modo en que las distintas especies se ligan en los bosques. En el
sanatorio para tuberculosos adonde la internó su madre Betty se
consolaba del aburrimiento y de la timidez reconociendo flores.
Primera piedra del edificio. Mientras lo hacía, se acordaba de que
fue ella precisamente quien primero le enseñó sus nombres. Pilar
maestro. Y después de aquellos dos años de hospital, blancos o
negros, repuesta o hecha añicos, fue Nellie una vez más la que
movió los hilos y consiguió para su hija un trabajo en el War
Memorial Museum de Auckland. Fachada, tejado, felpudo de
bienvenida a la casa de la botánica.
Si Betty se daba ánimos en el Hospital
de la Fiebre, considerando que cada mañana se encontraba más fuerte
y cada paso le costaba menos; si se hacía ilusiones respecto a lo
que le depararía el día después de salir de allí, pronto se iba a
sentir decepcionada. Por supuesto al cabo del tiempo terminó
recibiendo el alta. La imagino dándole la espalda al hospital, sola
y rematadamente flaca, una bolsa de tela en una mano con dos o tres
cosas, un cepillo de dientes, uno de esos cuadernos garrapateados a
los que ya se ha hecho adicta, a lo mejor uno de los viejos libros
del carrito, sustraido como acto de agradecimiento o de resistencia;
en la otra mano, sudadas, las monedas justas para comprar el billete
de tren a casa. Ha recibido una de aquellas cartas frías con
instrucciones. Puede que el hecho de salir del hospital le haya hecho
concebir esperanzas, pero entre ellas no figura la de que venga a por
ella su madre.
A lo largo del viaje se preguntará qué
le espera a partir de ahora. Qué va a hacer y que le permitirán que
haga. Si habrá modo de recomponer el proyecto de estudiar biología
en Cambridge. Apoyará su frente en la ventanilla y observará con
desaliento la diagonal que recorre la isla norte. Se sentirá tan
cansada. Ver mundo, conocer gente, poder llamar hogar a un sitio sin
que le resulte un sarcasmo. Espera que poco a poco le vayan volviendo
las ganas.
Lo que no sabe aún es que la enfermedad,
además de robarle un futuro y dejarla vacía, la ha convertido en
una apestada. En el clima no especialmente sofisticado del país
soplan bastantes prejuicios. El recuerdo de la epidemia de gripe
española que en 1918 mató a cerca de 8600 personas no se ha
disipado transcurridos doce años. Cuando llegue a la que solía ser
su vida descubrirá que los pocos vínculos que mantenía se han
marchitado sin remedio. El miedo al contagio hará que los conocidos
cambien de acera cuando la vean acercarse. Las madres de algunas
antiguas amigas no permitirán que las visite ni que le acerquen la
nariz a menos de veinte metros. Betty es tímida pero tiene hambre de
afecto. Si pensaba que su cuarto en el hospital era una celda, no
tardará en darse cuenta de que aquello no era nada. Las sensaciones
de reclusión y abandono se intensifican cuando eres testigo directo
pero invisible del curso cotidiano del mundo.
Qué va a hacer. Qué van a permitirle
que haga. Su humilde nivel de estudios ha encallado
irremediablemente. Tampoco podría ponerse a trabajar en cualquier
tienda u oficina. Su cuerpo no aguantaría una jornada laboral
corriente y su psique no aguanta los espacios cerrados. Y nadie la
quiere cerca. Esta época tras la enfermedad la va a averiar tanto
que se empeñará en enterrarla en su memoria, pasado el tiempo.
Ocultará que padeció tuberculosis igual que otros ocultan el sida.
Pondrá poco cuidado en sus cuadernos de entonces, destruyéndolos o
permitiendo que los destruyan. Se alegrará a lo largo de toda su
vida cada vez que la gente se confunda y la crea inglesa.
Y hasta entonces quedará más a merced
de Nellie Maud que nunca. Aunque Betty no puede soportar la idea de
trabajar en un museo, su madre considera que ya es hora de que vaya
espabilando. No la quiere todo el día en casa, taciturna, cada vez
más consumida. No tolera que una hija suya tenga tan poco nervio. Le
ha hablado a Lucy Cranwell de ella. ¿Lucy quién? Ya sabes, la hija
de Marian Cranwell, del Consejo Nacional de Mujeres. Se encarga de la
sección de Botánica del nuevo museo, desde hace un año. Justo
recién salida de la Universidad. Qué chica extraordinaria. He
tenido que insistirle para que te deje echarle una mano. Un par de
horas al día y encima piensa pagarte. No me dejes en mal lugar.
Como siempre, murmura Betty. No conoce a
la tal Lucy, pero ya ha empezado a caerle gorda. No quiere trabajar
con ella, no puede, no quiere, de verdad que no puede. Pero qué va a
hacer si no. Qué otra cosa van a permitirle. Qué otra casa que no
sea la de la botánica le ha abierto hasta ahora sus puertas.
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