martes, 7 de febrero de 2017

La casa de la Botánica (10)

Así que fue Nellie Maud, madre de Betty Molesworth, la que de una forma u otra la colocó en el disparadero de las plantas. Hay en ese triángulo compuesto por hija, madre y botánica una especie de necesidad ecológica, un apremio parecido al modo en que las distintas especies se ligan en los bosques. En el sanatorio para tuberculosos adonde la internó su madre Betty se consolaba del aburrimiento y de la timidez reconociendo flores. Primera piedra del edificio. Mientras lo hacía, se acordaba de que fue ella precisamente quien primero le enseñó sus nombres. Pilar maestro. Y después de aquellos dos años de hospital, blancos o negros, repuesta o hecha añicos, fue Nellie una vez más la que movió los hilos y consiguió para su hija un trabajo en el War Memorial Museum de Auckland. Fachada, tejado, felpudo de bienvenida a la casa de la botánica.

Si Betty se daba ánimos en el Hospital de la Fiebre, considerando que cada mañana se encontraba más fuerte y cada paso le costaba menos; si se hacía ilusiones respecto a lo que le depararía el día después de salir de allí, pronto se iba a sentir decepcionada. Por supuesto al cabo del tiempo terminó recibiendo el alta. La imagino dándole la espalda al hospital, sola y rematadamente flaca, una bolsa de tela en una mano con dos o tres cosas, un cepillo de dientes, uno de esos cuadernos garrapateados a los que ya se ha hecho adicta, a lo mejor uno de los viejos libros del carrito, sustraido como acto de agradecimiento o de resistencia; en la otra mano, sudadas, las monedas justas para comprar el billete de tren a casa. Ha recibido una de aquellas cartas frías con instrucciones. Puede que el hecho de salir del hospital le haya hecho concebir esperanzas, pero entre ellas no figura la de que venga a por ella su madre.

A lo largo del viaje se preguntará qué le espera a partir de ahora. Qué va a hacer y que le permitirán que haga. Si habrá modo de recomponer el proyecto de estudiar biología en Cambridge. Apoyará su frente en la ventanilla y observará con desaliento la diagonal que recorre la isla norte. Se sentirá tan cansada. Ver mundo, conocer gente, poder llamar hogar a un sitio sin que le resulte un sarcasmo. Espera que poco a poco le vayan volviendo las ganas.

Lo que no sabe aún es que la enfermedad, además de robarle un futuro y dejarla vacía, la ha convertido en una apestada. En el clima no especialmente sofisticado del país soplan bastantes prejuicios. El recuerdo de la epidemia de gripe española que en 1918 mató a cerca de 8600 personas no se ha disipado transcurridos doce años. Cuando llegue a la que solía ser su vida descubrirá que los pocos vínculos que mantenía se han marchitado sin remedio. El miedo al contagio hará que los conocidos cambien de acera cuando la vean acercarse. Las madres de algunas antiguas amigas no permitirán que las visite ni que le acerquen la nariz a menos de veinte metros. Betty es tímida pero tiene hambre de afecto. Si pensaba que su cuarto en el hospital era una celda, no tardará en darse cuenta de que aquello no era nada. Las sensaciones de reclusión y abandono se intensifican cuando eres testigo directo pero invisible del curso cotidiano del mundo.

Qué va a hacer. Qué van a permitirle que haga. Su humilde nivel de estudios ha encallado irremediablemente. Tampoco podría ponerse a trabajar en cualquier tienda u oficina. Su cuerpo no aguantaría una jornada laboral corriente y su psique no aguanta los espacios cerrados. Y nadie la quiere cerca. Esta época tras la enfermedad la va a averiar tanto que se empeñará en enterrarla en su memoria, pasado el tiempo. Ocultará que padeció tuberculosis igual que otros ocultan el sida. Pondrá poco cuidado en sus cuadernos de entonces, destruyéndolos o permitiendo que los destruyan. Se alegrará a lo largo de toda su vida cada vez que la gente se confunda y la crea inglesa.

Y hasta entonces quedará más a merced de Nellie Maud que nunca. Aunque Betty no puede soportar la idea de trabajar en un museo, su madre considera que ya es hora de que vaya espabilando. No la quiere todo el día en casa, taciturna, cada vez más consumida. No tolera que una hija suya tenga tan poco nervio. Le ha hablado a Lucy Cranwell de ella. ¿Lucy quién? Ya sabes, la hija de Marian Cranwell, del Consejo Nacional de Mujeres. Se encarga de la sección de Botánica del nuevo museo, desde hace un año. Justo recién salida de la Universidad. Qué chica extraordinaria. He tenido que insistirle para que te deje echarle una mano. Un par de horas al día y encima piensa pagarte. No me dejes en mal lugar.

Como siempre, murmura Betty. No conoce a la tal Lucy, pero ya ha empezado a caerle gorda. No quiere trabajar con ella, no puede, no quiere, de verdad que no puede. Pero qué va a hacer si no. Qué otra cosa van a permitirle. Qué otra casa que no sea la de la botánica le ha abierto hasta ahora sus puertas.

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