martes, 21 de febrero de 2017

Germinando (13)

Empieza con un tipo de admiración de la que aprendes rápido a no fiarte, porque se mezcla más de la cuenta con emociones dudosas. Ahí está esa persona, con sus mitocondrias perfectas, quemando su combustible celular con eficiencia meteórica. Ahí estás tú, al ralentí y con las manos frías, a la espera siempre de algo a lo que ni siquiera sabes poner nombre. Él o ella, porque aquí no manda la entrepierna, su cerebro como la visión nocturna de Los Ángeles. Tú, manojito de conexiones mediocres. El sexo no tiene nada que ver, pero tú quieres estar cerca de esa persona, quieres que le dé acuse de recibo a tu existencia. Tu respeto inocuo se va volviendo embarazoso. Ojalá la persona magnífica te quiera. Ojalá caiga de su pedestal. Ojalá todo el mundo descubra que es una impostora. Empiezas admirando y terminas conjugando formas posesivas. En ti, el deseo y la envidia que tú misma debes de despertar en tu propia sombra.

Y mientras tanto imitas a quien te encandila, igual que la sombra pegada a tus pies te imita. No te das cuenta, o sí, y eso es peor todavía. Humilla un poco tu amor propio, pero qué otra opción te queda. Si la suerte no te ha dotado de talentos o abundancias naturales el plagio no es tan mala idea. ¿Y si fuera una germinación en vez de un robo? El don de la persona admirada estaba ya en ti en forma de semilla. El radiante ejemplo de las dos Lucies regó un núcleo de vitalidad en nuestra Betty que hasta entonces había estado oculto.

Y aunque el daño previo no se esfuma, al menos empieza a rectificarse. Como un árbol que va abrazando con su corteza la alambrada que lo ciñe. Betty empieza a conocer a mujeres recias que le recuerdan que no siempre fue tan delicada. Se acuerda otra vez de los caballos. De nadar en el lago Rotoiti, veloz como los marrajos. Tumbarse entre las flores, adivinar en las nubes formas de países exóticos que ha aprendido a nombrar girando el globo terráqueo. Humedad en la espalda todavía tierna, naranja inundando la conciencia tras los párpados. El apasionado Big Bang de saberte vivo.

No fue un cambio radical. No quemó todavía sus naves para evitar la tentación de volver a los tiempos postrados. Betty seguía siendo rehén periódica del desfallecimiento. Pero intentó zafarse de él, recomponer piedra sobre piedra el plan de vida cabal que había concebido antes de caer enferma. Tal vez Cambridge quedaba un poco lejos. Pero había otros púlpitos, otras aulas. Cuando ya llevaba un par de años encargada de organizar el herbario en el Museo de Auckland, empapándose de relaciones de parentesco entre las especies, imaginando aún que el bosque era poco más que la suma de sus partes, las dos Lucies emprendieron juntas el gran viaje. Ellas: un club privado de dos miembros y entrada infranqueable. Australia, Ceilán, el mar Rojo, El Cairo, Gibraltar, Gran Bretaña. Alguien tenía que quedarse. Y la más capaz resultó ser Betty.

Nombrada primera botánica suplente, sintió de nuevo su vergüenza de sombra. Le faltaba tanto bagaje académico. ¿Y si le hacían preguntas comprometidas, enjundiosas? Asistió a algunas clases en la universidad local, lo intentó, lo intentó de veras, pero fue incapaz de seguir el ritmo. Betty pretendía reconstruir su plan sobre cimientos arrasados por la convalecencia. Trató de hacer una buena Lucy careciendo de su historia. Preparó exposiciones florales, siguió clasificando material, dispuso, trabajó como una funcionaria. Y cuando Lucy regresó a su puesto, aún más rica en experiencia, tan luminosa que hacía daño, Betty frágil, Betty endeble, Betty criatura, se replegó y empezó a romper sus planos antiguos. Nunca podría hacer carrera. Nunca sería una estudiosa.

Pero la semilla seguía ahí, los caballos, el lago, las nubes, los rumores de aquel primer Big Bang. Y ahí seguía el ejemplo de Lucy, regándola. En alguna de las salidas botánicas amparadas por el museo alguien habló de escalada, alguien daba unas clases. Alguien, no importa quién ahora, fue más insistente que cualquier reparo. La cubierta de la semilla empezó a resquebrajarse. De niña Betty quiso ser jinete, quiso ser pianista, quiso escribir vidas. Se saturó de paisaje. Con cada propósito, a cada nuevo ensueño, su madre y la enfermedad se encargaron de frenarla. Pero a escondidas de ambas, decidió acudir a aquellas clases. Y esta vez, sorprendentemente, sí fue capaz de seguir el ritmo: en las aulas sin techo de la montaña.

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