Betty no ha cumplido los dieciocho, lleva
una falda de lana que le baila y un indisimulado complejo de pies
grandes. Su cuerpo y la ropa como caída sobre él no consiguen hacer
las paces. No es solo su delgadez de ex-tuberculosa, sino la cargazón
de hombros y un modo de andar seco, de caderas que no saben hacer
ochos. Es su primer día en el museo y tampoco sus manos parecen hoy
suyas. No sabe qué hacer con ellas, dónde colocarlas, como regalos mal escogidos de una tía. Va detrás de Lucy Cranwell,
intentando no perder comba, plenamente consciente de que está a
punto de olvidar cada una de las indicaciones que la otra le apunta.
Lucy tiene la espalda grande y robusta, y camina a grandes trancos.
El suelo tiembla a su paso: las cajas apiladas, los infinitos
trastos, los cachivaches, libros, animales disecados, esqueletos,
frascos que se amontonan en todas las estancias. Ahí van los
invertebrados. Mira, la sala de los minerales ya está casi lista,
señala Lucy sin pararse. Betty mira y ve el suelo lleno de polvo y
piedras. Duda de que llegue a completar una sola semana de trabajo.
Su jefa se detiene por fin en un almacén
sin ventanas. Cajas. Cajas. Más cajas. Un tablón de cuatro metros
de largo montado sobre caballetes. Tres sillas. Lucy habla tan rápido
como anda. Parece como si le hubieran dicho que se va a morir en tres
meses. Mueve los brazos, se acerca una caja como si no pesara, rasga
el embalaje con una navajita que se saca del bolsillo. Indudablemente
ella sí ha tomado posesión de sus manos. Antes de que Betty se
sacuda la impresión de su aplastante seguridad física, Lucy la deja
sola. Reverbera aún en el aire la pregunta que no ha esperado que
responda. ¿Entendido? La temperatura empieza a caer en la
habitación después de que Lucy se esfume.
Lo que ha podido entender Betty de esa
ráfaga humana es que su tarea consistirá en desembalar cajas.
Abrir. Vaciar. Clasificar. Desechar lo comido por las polillas,
rescatar lo valioso o lo simplemente intacto. Hacer listas. Pasarlas
a Lucy. Esperar a que ella decida. La nueva sede del museo de
Auckland es todavía un Nueva York de bultos haciéndole sombra a
otros bultos. Es un edificio aparatoso, disparatadamente grecolatino,
vertebrado en torno al monumento a los caídos en la Gran Guerra.
Betty sospecha que va a pasar frío. Mira las tres sillas, la ingente
cantidad de cajas y recela: pronto le buscarán compañía. Lucy no
parece la mejor anfitriona. Nada de detalles, ni una bienvenida. No
le ha hecho más caso del estrictamente necesario, cosa que a Betty,
ahora mismo, con sus centímetros de falda sobrante, sus pies
masculinos y su timidez de paria, no le disgusta en absoluto.
A pesar del frío y del polvo, del
cansancio y del horror que le provocan los sitios cerrados, a pesar
de que aún carece de fuerzas para desmontar torres de cajas, Betty
va a aguantar allí más de una semana. Soportará esas pegas, y
también la cháchara de Naera y Marguerite, las compañeras que está temiendo. Porque al menos durante estas dos horas diarias tendrá algo
que hacer y se olvidará de sí misma. Porque aunque esta ocupación
se la haya impuesto ella, aquí no la eclipsa su madre. Porque
quisiera volver a sentir de cerca la energía de Lucy. Y porque ella,
criatura sin camada, es una persona curiosa. Toda caja cerrada es una
promesa. Y algunas de estas cumplirán con creces las suyas.
Cuando pase el tiempo y su propio cerebro
se convierta en un museo de botánica, Betty comprenderá la
relevancia de lo que pasó por aquellas manos de las que aún no
sabía adueñarse. Se acordará con espanto de la ligereza con que
las otras dos arrojaban cosas al arcón de los descartes. Hojeará
sus álbumes de reproducciones, acariciando flores delicadamente
pintadas que no se marchitarán nunca, órganos que el ojo no
distingue, vegetales extintos que ya no se comerá ninguna oruga ni
recolectará ningún humano. Y evocará que sí, el original de esta,
no el grabado ni la acuarela, sino el mismo especimen que copiaron
del natural los artistas, lo sacó ella misma de una caja. Ejemplares
que, por dios santo, describieron para la ciencia los mismísimos
Banks y Solander.
Como esta. Que he recolectado de aquí. |
Betty, confusa, soñadora y enclenque.
Betty ante pliegos que el Endeavour del capitán Cook fue
acopiando en su travesía. Betty imaginándose aventurera,
sosteniendo los testigos de una época en que el mundo era, como
ella, joven e inexplorado. Plantas a las que ningún europeo había
dado nombre. Restos de un paisaje que los colonizadores después
travestirían. Lo que no se había visto y como conjunto no se
volvería a ver más tarde. Lo que fue una vez virgen. Cuando un
tesoro pasa por tus manos, en ellas ha de quedar un poso. Betty se
fue haciendo así dueña de las suyas.
Este texto me ha recordado un lugar parecido y las ganas que sentí de quedarme en él, "poniendo orden".
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