Todas las ocasiones en que la naturaleza
nos ha salvado. Cuando la cercanía de nuestra propia manada nos
resultaba repulsiva. Cuando todo lo contrario. Cuando había
demasiado corazón y nadie a quien entregárselo. Cuando te ahogabas
en la insuficiencia. Cuando la vida no era la celebración que te
habían vendido. Salías ahí afuera, a lo mejor no al meollo de lo
salvaje, sino a un recorte de pasto entre dos solares, donde los
tréboles significaban todavía una promesa de buena suerte. O a
sentarte bajo uno de los olmos de la plaza. A lo mejor seguías
andando, o conducías hasta donde las casas no habían aprendido a
juntarse en calles. Quizás no había salvación alguna, sino una
pequeña y feliz amnesia. En torno a ti, otras formas posibles de
estar vivo. Respirando sin desear. Creciendo sin competir. Cumpliendo
el mandato escrito en el núcleo de las células. Era una nostalgia
fruto de malentendidos. Las palabras favoritas de la naturaleza son
competición y deseo. Agua que disuelve a la roca. Ciervos que
berrean. Árboles robándose el sitio. Pero cada cosa que veías
sabía lo que tenía que hacer por sí misma. Tenía potencia. Tú,
todo lo contrario.
Betty adolescente, Betty tísica,
encontró pronto ese refugio. No era una chica sociable. Es difícil
resolver la cuestión de si los tímidos nacen o se hacen. En caso de
serlo, ¿a quién preferirías achacarle tus inseguridades? ¿A un
lastre genético forzoso o a una historia azarosa que podría haber
sido distinta? No hay manera de saber si Betty habría sido menos
introvertida de no haberse criado en paisajes desnudos, inmolados al
ganado. Si su madre, veleta que oscilaba entre el afán de distinción
y el socialismo, no hubiera dado bandazos a la hora de elegir para
ella escuelas populares o institutrices. Esa fue su infancia: una
interacción siempre interrumpida. Puntos suspensivos que no se
acaban. A veces estaba demasiado enferma como para poder salir de
casa. Otras era obligada, sin armas ni herramientas sociales, a
fabricarse un carácter: caminar dos, tres kilómetros hasta la
escuela pública; oír el chof chof de unos calcetines mojados dentro
de zapatos que ni siquiera resistirían una primavera buena; soportar
el reproche y las risas cuando se atrevía a corregir la
pronunciación del maestro; aprender a ser esforzada y humilde como
las chicas de las fábricas.
La feroz cuarentena que le fue prescrita
tras ingresar en el hospital para tuberculosos de Wellington no
contribuyó precisamente a hacerla más efusiva. Un año entero de
incomunicación engañada sólo con libros hizo que la charla de la
gente se le hiciera intragable. Tenía esa edad díficil, ahora y en
el tiempo de los troyanos. Y su proceso de socialización había
sufrido podas brutales. No le interesaba nada de lo que pudieran
decir aquellos con los que era obligada a pasear, una vez que le
permitieron salir de la cama. Los alrededores del Hospital de la
Fiebre son todavía frondosos. Entonces proponían un cobijo parecido
al que las aves más tímidas hallan en el bosque. Las flores que
sabía reconocer se convirtieron en un pretexto para apartarse un
poco y mantenerse muda. Algunos de sus nombres se los había enseñado
su madre. Ramarama, kotukutuku: ella se complacía
pronunciando tres o cuatro palabras maoríes, con esa mezcla tan suya
de desdén y suficiencia. Su madre, fuego frío, caminando un poco
por delante y señalándole algunas plantas. Tal vez era uno de los
pocos recuerdos tiernos que Betty atesoraba de ella. Su sonrisa
distraida. Una calidez inesperada. Una pequeña y frágil amnesia.
La flor del kotukutuku. Fucsias, en idiomas con menor gusto por las aliteraciones. |
Con el trabajo que me costo aprender el nombre de esas camisetas de San Fermín y ahora me viene usted con estas flores. ¿Kotukuqué?
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