jueves, 2 de febrero de 2017

Amnesia (9)

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Todas las ocasiones en que la naturaleza nos ha salvado. Cuando la cercanía de nuestra propia manada nos resultaba repulsiva. Cuando todo lo contrario. Cuando había demasiado corazón y nadie a quien entregárselo. Cuando te ahogabas en la insuficiencia. Cuando la vida no era la celebración que te habían vendido. Salías ahí afuera, a lo mejor no al meollo de lo salvaje, sino a un recorte de pasto entre dos solares, donde los tréboles significaban todavía una promesa de buena suerte. O a sentarte bajo uno de los olmos de la plaza. A lo mejor seguías andando, o conducías hasta donde las casas no habían aprendido a juntarse en calles. Quizás no había salvación alguna, sino una pequeña y feliz amnesia. En torno a ti, otras formas posibles de estar vivo. Respirando sin desear. Creciendo sin competir. Cumpliendo el mandato escrito en el núcleo de las células. Era una nostalgia fruto de malentendidos. Las palabras favoritas de la naturaleza son competición y deseo. Agua que disuelve a la roca. Ciervos que berrean. Árboles robándose el sitio. Pero cada cosa que veías sabía lo que tenía que hacer por sí misma. Tenía potencia. Tú, todo lo contrario.

Betty adolescente, Betty tísica, encontró pronto ese refugio. No era una chica sociable. Es difícil resolver la cuestión de si los tímidos nacen o se hacen. En caso de serlo, ¿a quién preferirías achacarle tus inseguridades? ¿A un lastre genético forzoso o a una historia azarosa que podría haber sido distinta? No hay manera de saber si Betty habría sido menos introvertida de no haberse criado en paisajes desnudos, inmolados al ganado. Si su madre, veleta que oscilaba entre el afán de distinción y el socialismo, no hubiera dado bandazos a la hora de elegir para ella escuelas populares o institutrices. Esa fue su infancia: una interacción siempre interrumpida. Puntos suspensivos que no se acaban. A veces estaba demasiado enferma como para poder salir de casa. Otras era obligada, sin armas ni herramientas sociales, a fabricarse un carácter: caminar dos, tres kilómetros hasta la escuela pública; oír el chof chof de unos calcetines mojados dentro de zapatos que ni siquiera resistirían una primavera buena; soportar el reproche y las risas cuando se atrevía a corregir la pronunciación del maestro; aprender a ser esforzada y humilde como las chicas de las fábricas.

La feroz cuarentena que le fue prescrita tras ingresar en el hospital para tuberculosos de Wellington no contribuyó precisamente a hacerla más efusiva. Un año entero de incomunicación engañada sólo con libros hizo que la charla de la gente se le hiciera intragable. Tenía esa edad díficil, ahora y en el tiempo de los troyanos. Y su proceso de socialización había sufrido podas brutales. No le interesaba nada de lo que pudieran decir aquellos con los que era obligada a pasear, una vez que le permitieron salir de la cama. Los alrededores del Hospital de la Fiebre son todavía frondosos. Entonces proponían un cobijo parecido al que las aves más tímidas hallan en el bosque. Las flores que sabía reconocer se convirtieron en un pretexto para apartarse un poco y mantenerse muda. Algunos de sus nombres se los había enseñado su madre. Ramarama, kotukutuku: ella se complacía pronunciando tres o cuatro palabras maoríes, con esa mezcla tan suya de desdén y suficiencia. Su madre, fuego frío, caminando un poco por delante y señalándole algunas plantas. Tal vez era uno de los pocos recuerdos tiernos que Betty atesoraba de ella. Su sonrisa distraida. Una calidez inesperada. Una pequeña y frágil amnesia. 

  
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La flor del kotukutuku. Fucsias, en idiomas con menor gusto por las aliteraciones.

1 comentario:

  1. Con el trabajo que me costo aprender el nombre de esas camisetas de San Fermín y ahora me viene usted con estas flores. ¿Kotukuqué?

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