lunes, 19 de diciembre de 2016

Volver al calor


Me pregunto cómo se me verá desde fuera. Tranquilidad. No se trata ahora de esa cuestión escabrosa. De la incertidumbre que arrastramos desde que se nos obliga a identificarnos con un nombre. ¿Me ves del mismo modo que yo me veo? ¿Acaso me entiendes tú mejor de lo que yo me entiendo? ¿Puedo confiar en mi propio criterio, o soy la principal víctima de mi miopía?

No he venido a hablar de eso. No estoy para reflexiones hondas. Tan solo sentía curiosidad por saber si había algo reconocible de mí en ese bulto azul sobre la cama. Si asomaba uno de mis calcetines de colores. Si mi forma podía adivinarse como esos regalos que burlan su envoltorio. Si se me podía confundir con cualquier cosa. Me he hecho un ovillo y me he tapado la cabeza con la manta. La nieve lame casi los flecos de mi colcha. Se cuela por la rendija insalvable de mi armario de puertas correderas, como una vieja herida de amor que no cicatriza. Vuelve antipáticos los vaqueros. Cambia el olor de mi diminuta casa. Ya no es bizcocho a medio subir, desayuno perenne, aire que ha visitado una y otra vez los mismos pulmones. Mi casa ha empezado a oler a montaña. Está callada y severa y casta como una alta cumbre.

Me aferro a mi propio calor todavía. Sé que dentro de unos minutos tendré que hacer el esfuerzo de ponerme en pie y seguir actuando como si la vida fueran sólo las cosas que hago. Pero por la tibieza que he conseguido acumular en mi cueva, mi útero de ropa, sería capaz de batirme ahora mismo en duelo. Estoy mucho más sola que un feto. Yo no puedo escuchar el eco hipnótico y poderoso del corazón de una madre. Por eso mi calor es frágil y tengo que defenderlo.

Tibieza es una de esas hermosas palabras que casi. Casi se hacen materia. Casi se convierten en lo que nombran. Esa es la desgracia del lenguaje: que como mucho es un casi. Antes de dormirme he empezado un libro de Desmond Morris llamado Comportamiento íntimo. Una clave de su prólogo: “Con frecuencia hablamos de cómo hablamos, y a menudo tratamos de ver cómo vemos; pero, por alguna rara razón, raras veces tocamos el tema de cómo tocamos”. Si una frase así casi no te toca, es que de bebé sufriste terribles malos tratos. Si tu desarrollo fue normal, puedes intuirla: la añoranza profunda de tocar y de que el calor de otro te envuelva.

Según lo poco que llevo leído, conforme la niñez avanza la experiencia de estar íntimamente ligado al cuerpo materno a través del tacto se va diluyendo poco a poco y se ve reemplazada por contactos que primero son visuales y más tarde verbales. El contacto físico se veta. Las manos se quedan frías. Aprendemos a entender intuitivamente los gestos del otro, cambiamos abrazos por pucheros y sonrisas, y al final, al cabo de unos cuantos balbuceos que a lo mejor sólo expresan desamparo, hablamos. Las caras que se leen y las palabras que se dicen son sucedáneos de aquella primera tibieza perdida.

Por eso me acurruco bajo la manta y encapsulo mi propio calor entre mis rodillas y mis brazos, con una nostalgia mucho más vieja que toda lectura. Me acuerdo entonces de mi tía. A veces lo único que parecía atarla a la vida eran los instantes fugaces en que se conectaba a algún enchufe de calor humano, según las palabras que usaba. Cuando nos echábamos a la siesta juntas, se me agarraba por la espalda y ya no me soltaba. A mí me empezaba a hormiguear todo el cuerpo. En esos momentos le cogía tirria por tenerme así de atrapada. La juventud es inclemente en su propio egoísmo. Daría lo que fuera por que volviera a enchufárseme.

Y daría lo que fuera por que aquel proceso de maduración pudiera invertirse. Que las palabras que escribo y digo se volvieran calientes e íntimas. Que el lenguaje dejase de ser como mucho un casi. Que la tibieza no se disipara.

1 comentario:

  1. Sí... Hemos dejado de tocarnos. Yo no recuerdo cómo era. Pero siento la carencia del mismo modo. Cómo se va a echar de menos lo que nunca sucedió, pero sí. Y luego soy un bicho palo cuando alguien se acerca. Pero ay... si decide aceptar mi incomodidad, mi rigidez, si no tiene prisa y deja que pase ese nanosegundo entre la piedra y el bálsamo de aceite, estoy. Tan deseosa de ser tocada como de tocar.

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