De todos los desaires, las insinuaciones
o los desprecios abiertos que acompañaron al hallazgo de Psilotum
nudum, el que más dolió
a Betty fue un comentario que leyó en la primera carta al respecto
de su antiguo mentor Eric Holttum. Se sentía mezquina al irritarse
por aquellas escasas palabras que se grabaron en su mente como un
esguince mal curado, porque ¿quién podía pensar que tuvieran la
menor intención maliciosa? Holttum ni siquiera había expresado una
apreciación propia, sino que se limitó a trasladarle la ocurrencia
de su compañero Richard Meikle. Su hipotético especimen de
Psilotum, ¿no podría tratarse más bien de alguna especie de
euforbiácea con las hojas muy pequeñas? Por supuesto que era
estúpido darle la menor importancia a esa sospecha inocua, pero en
toda mente hay trampas activadas dispuestas a saltar en cuanto se
rozan. Betty merodeaba a menudo en torno al paisaje en donde estaban
colocadas, y siempre terminaba cayendo en ellas. ¿Qué demonios se
creían esos endiosados botánicos titulares de los Kew Gardens?
¿Que no sabía distinguir su mano izquierda de su mano derecha? Una
euforbiácea...Ya puestos, ¿por qué no confundir el Psilotum
con un geranio sin flores? Y Holttum la conocía bastante. Había
sido tan amable con ella dejando que pasara horas muertas en el
Jardín Botánico de Singapur que dirigía. Habían herborizado
juntos tantas veces en la selva. ¿Y acaso no había colaborado ella
en su obra sobre los helechos de Malasia? Que no hubiera sabido
guardarse para sí esa insinuación ridícula la molestaba más que
los ataques de unos catedráticos españoles que al fin y al cabo no
la conocían de nada. Una gota de la grosería de estos se había
mezclado con la tinta de Holttum, y amenazaba ahora con amargar la
dulzura de sus mejores recuerdos asiáticos.
Pero es que aquella anotación a
vuelapluma que hizo Betty en su cuaderno causó un buen revuelo al
cabo de unos meses. Su método de campo era simple. Andaba,
observaba, reconocía. Apuntaba con una letra imposible lo sabido y
lo ignorado. Su biografía la había llevado a saber tan íntimamente
acerca del Psilotum que la
sugerencia de que podía haberse equivocado de esa manera burda la
indignaba. Pero lo que desconocía entonces, aquel soleado día
de febrero de 1965 y frente a aquella laja de arenisca, es que la
población más cercana de aquella especie se encontraba ni más ni
menos que en Cabo Verde. Fue más tarde, al volver a casa y abrir sus
manuales de flora, al consultar todas las listas publicadas de
especies con las que cotejaba sus observaciones, cuando empezó a
comprobar que en ninguna de ellas se hacía mención alguna a ese
helecho con el que tantas veces se había encontrado... en las selvas
tropicales de Asia o en la misma Nueva Zelanda.
No fue hasta mayo cuando se atrevió a
hacer las primeras consultas serias a las autoridadades científicas.
He visto esto y no encuentro referencia alguna en la Flora Europea,
escribió al director de los Reales Jardines Botánicos de Kew, en
Inglaterra: la corte donde se codea la aristocracia de los vegetales.
No hicieron falta muchas más búsquedas en bibliografías y
herbarios para legitimar que, efectivamente, Betty no había
encontrado la referencia que buscaba porque acababa de descubrir la
única localización europea de aquel helecho inaudito. Tan
primitivo. Tan de otro mundo. Ni rastro de él en las húmedas
Azores, en Madeira, en las laurisilvas de Canarias, en esos paisajes
tenebrosamente verdes y sinuosos que a la imaginación le cuesta
encuadrar en el territotio más civilizado del planeta. Ella fue a
encontrarlo al sur de la provincia de Cádiz. Allí donde los restos
de la Historia se hacinan seguía habiendo terra ignota.
El descubrimiento de Psilotum nudum
en Los Barrios añadió una nueva clase al árbol taxonómico de los
helechos de Europa. Eso a los profanos no nos dice mucho. Entendemos,
eso sí, que al censo del continente que más se ha mirado al ombligo
se le sumaron de golpe nuevos nombres. Que una improbabilísima
parcela de territorio salvaje se urbanizó de conocimiento humano.
Que todavía entonces, y quién sabe si todavía ahora, podías
emprender una suerte de expedición a la vuelta de tu casa. Pero por
encima del apego científico a la ultradefinición del mundo, a la
pormenorización de la realidad, a individualizar hasta el último
elemento ínfimo del paisaje, el hallazgo de Betty Molesworth
corroboró un relato de la historia natural de Europa: una vez, mucho
antes de que la evolución diera algún fruto remotamente humano, por
aquí fuimos trópico. Después las glaciaciones nos borraron las
selvas, pero un reducto mínimo de lo que aquel paisaje tremendo pudo
haber sido se refugió en algunos rincones boscosos desde los que, si
te sitúas a buena altura y las nieblas del Levante no lo impiden,
puedes ver las columnas de Hércules. Gibraltar, Algeciras, la
refinería. El espejismo que llaman África. Cientos de barcos.
Era un hallazgo demasiado jugoso como
para que una extranjera ajena a la academia se lo adjudicase fácilmente.
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarBueno bueno, esto va cogiendo forma...
ResponderEliminar;-)
Ahí voy, muchachote. El hipo también es una forma. Hasta lo informe es una forma.
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