Las croquetas.
Las croquetas tienen la culpa de que cada
vez tenga menos certezas. Son mi manzana del árbol prohibido. Mi
tentación última. Mi pecado mortal y forzoso desde el punto de
vista digestivo. No hay manera de que no me rinda a ellas. No hay
manera de que no pague mi debilidad. Primero la caída voluptuosa y
después el infierno de la dispepsia.
Las croquetas sabotean cruelmente la
virtud de mi dieta. Por qué, oh, señor, por qué, si en el comer
soy tan casta; si cumplo la mayoría de preceptos acerca de la vida
sana; si apenas compro alimentos manipulados; si soy relativamente
austera respecto a los azúcares y las grasas; si huyo de la obscena
industria cárnica; si compro huevos de gallinas felices y verduras
no tocadas por la mano pérfida de Monsanto; si hago deporte y me
acuesto antes de las once; por qué entonces, señor, estoy tan
delicada de la panza. Por qué no me dejas comerme nunca un churrito,
unos callos con morcilla, unos calamares fritos, sin que mis vísceras
se mortifiquen*.
La mujer vio que la croqueta era buena
para comer, y que tenía buen aspecto y era deseable para adquirir
sabiduría, así que tomó de su fruto y comió. (...) En ese momento
se les abrieron los ojos, y tomaron conciencia de su desnudez. (Génesis,
3:6-8, my way).
¡Ah,
croqueta más astuta que todos los alimentos! ¡Croqueta de mil
disfraces! De puchero, de bacalao, de rabo de toro o de setas.
¡Croquetas de choco, negras como el vicio! Me dejé convencer por
ese demonio y los ojos se me abrieron al instante.
Fue por
culpa de mi relación pecaminosa con las croquetas que empecé a leer
“La digestión es la cuestión”, de Giulia Enders. Un libro sobre
intestinos. A veces en mi casa me miran raro. Lo entiendo: hay mil
opciones de ocio más atrayentes a priori que repasar el proceso de
fabricación de la caca. Pero ¿queréis saber una cosa? Es un asunto
divertido y pasmoso. Quizás no me salve la vida ni la mucosa
gástrica. Quizás tenga que asumir de una vez por todas la lección
del Árbol, digo, la Croqueta de la Ciencia: no hay bien sin mal, ni
placer sin dolor, ni paraíso de actos sin consecuencias. Pero leer
libros como este me basta para tomar conciencia de mi desnudez y
recuperar así la sensación de milagro.
Aprendo
que soy un ecosistema. Que “a nivel celular, solo tenemos
el 10% de ser humano y el 90% de microbio”.
Que, allá donde voy, allá donde rozo, voy dejando una huella
bacteriana única que resume mis experiencias, mis aficiones, mis
encuentros o todos los accidentes aleatorios que de manera directa o indirecta me han terminado afectando.
Leo
cosas como que “el mal humor, la alegría, la
inseguridad, el bienestar o la apreocupación no nacen solo de forma
aislada en el cráneo. Somos personas con brazos y piernas, órganos
sexuales, corazón, pulmones e intestino. Durante mucho tiempo la
cabeza ha acaparado la atención de la ciencia y hemos estado ciegos
ante el hecho de que nuestro “Yo” es más que el cerebro”.
Y
entonces dejo el libro a un lado, me tumbo en el sofá, y sin que yo
tenga que guiarlas, mis manos acampan entre mi esternón y mi
ombligo. Tengo la piel caliente. La croqueta se ha convertido en
carbón para mis mitocondrias. Es tan asombroso que lo de ahí
adentro funcione. Tan liberador que “yo” sea ante todo eso. Esa
fábrica de calor, de movimiento y desechos. Ajá,
dicen mis vísceras en su propio idioma. Un idioma sutil que la
conciencia no entiende y que, frustrada, llama intuición o instinto.
Ajá: yo-ecosistema
abarca mucho más que el discurso de una mente. Todos los caminos
llevan a esta Roma. Nada de lo que piense, o lo que opine o lo que
sienta acerca de mí misma y del mundo tendrá asegurado mayor
grado de certeza: mientras mi piel siga caliente, yo funciono. Pese a la
indigestión o, de vez en cuando, las dudas sobre si hago o no lo correcto.
* Lo expresado en este párrafo
encierra tanta verdad como lo revelado en un confesionario. Juzguen
ustedes mismos.
Es que es ... es maravilloso leerte hablar del mundo. Mmm, no, hablar de tus ojos viendo el mundo. Yo qué sé! Déjameeee, dame croquetas!
ResponderEliminarCreo que tú y yo delante de un plato de croquetas podríamos levantarle la falda al mundo para ver si lleva bragas. Yo después moriría de ardores, pero merecería la pena.
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