jueves, 29 de diciembre de 2016

Ciao, amiga invisible

No he echado muchas cuentas, pero creo que la amistad tiene la culpa de al menos la mitad de las cosas que he hecho en mi vida. Es el motivo inconsciente u obvio que se repite una y otra vez en mi película. Mi tatuaje imborrable. Fui a lugares y me largué de lugares en pos de unas personas íntimas a las que aún no conocía. Esos eran los amigos que me llamaban, me reclamaban, me imantaban en la distancia: los que no tenía. Esa explicación se alojaba entre mis costillas pero yo no sabía nombrarla. Me poseía el hambre, me movía como a algunos los mueve, yo qué sé, la cleptomanía.

Escapé del pueblo donde viví los primeros años de mi independencia porque me pasaba meses sin tener agujetas de risa. Necesitaba dar abrazos y a mi vera sólo encontraba cojines y almohadas. Quería decirlo todo, señalar cada sorpresa, cada nuevo brote de mi carácter, cada reto y cada torpeza, cada puñalada de hermosura que me asestaba día tras día el paisaje. Quería mojar mis amores bomberos en un hombro de carne y hueso, no en libretas sucesivas. Había por ahí buena gente, pero yo no pude o no supe fabricar ese tipo de confianza.

Las libretas se convirtieron luego en blog, porque a pesar de las mudanzas y los encuentros todavía quedaban conversaciones pendientes, complicidades de clases distintas a la de las parejas. Quedaban desnudeces aún ocultas incluso después de bajarte las bragas. Lo tan hondo que ni yo misma sabía. Lo tan pequeño que no se dejaba coger con palabras coloquiales. Empecé a publicar lo que escribía porque a mi interior ya no le bastaba conmigo. Mi intimidad se volvió descarada. Volvía a reivindicar a los amigos invisibles. Intentaba saciar la vieja hambre. No era, o no era sólo, una vocación creativa. Era la necesidad de compartir esa barbaridad de saberse temporalmente vivo.

Con el tiempo he hecho un descubrimiento. Me he dado cuenta de que aunque estar cerca es mi motivo y mi pretexto, nunca he sido una gran amiga. En busca de intimidades sin nombre he descuidado a veces a las personas reales. He dejado de llamar. A la hora de fijar encuentros me han podido muchas veces la timidez y la flojera. No he sido particularmente detallista. Le he hablado mucho al aire y poco a orejas específicas. He regateado mi tiempo porque tenía que escribir, tenía que moverme, tenía que cazar conexiones especiales. Me he dosificado.

La consecuencia inevitable de saberlo es que ahora escribo menos. No sé si alguien se había dado cuenta. En este momento mi prioridad es actuar motivada por los íntimos que ya tengo. Regalar buena parte de mi tiempo en modos que a lo mejor a mí se me quedan cortos, pero que a otros pueden servirles de consuelo. Dejar de ser yo misma amiga invisible. Abrazar cuerpos. Provocar con suerte agujetas de risa. Ser hombro de hueso y carne

2 comentarios:

  1. La vida 2.0 puede llegar a hacernos olvidar la vida 1.0, la real, la que realmente vivimos y en la que realmente nos espera la gente visible. No dosificarse nos vuelve caóticos e impersonales...
    Saludos.

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  2. Lo virtual sólo sirve para reforzar el mal concepto de la soledad que tiene la sociedad. Y eso duele, mucho, y resulta sumamente complicado escaparle a esa idea. Así que:

    Suerte,

    J.

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