viernes, 11 de noviembre de 2016

A lo mejor un prólogo (0)

Ahora son sólo buitres, y en ese sólo hay muchos contrarios que se solapan. Un surfero y un monje budista. Una gallina y una alimaña. Repulsión y ternura. Tosquedad y gracia. Los he mirado a los ojos y he visto mansedumbre. He olido su aliento repulsivo que yo creo que les avergüenza. He admirado la distinción de su estola. Algo se me ha templado por dentro viéndolos arrellanarse en el aire, en movimiento pero tan quietos, girando en las circunvalaciones del cielo, sumisos y soberanos.

Ahora son sólo todo eso, pero entonces eran puro símbolo. En otro tiempo vi girar buitres sobre mi cabeza y ni se me ocurrió pensar en corrientes térmicas, plumas o nidos. Yo estaba enamorada y la realidad entera era un resumen de mi causa. Los árboles se callaban a mi paso. Todos los charcos eran espejos para mi cara triste. El desamor se parecía al paisaje: cortados de piedra blanca y alienígena que desafiaban la posibilidad de un camino; el bosque visto desde fuera, cerrando sobre sí mismo sus promesas. En la distancia no puedes imaginar siquiera las cristaleras de sol y sombra que oculta dentro de sí la masa de árboles, la red intrincada de conexiones, todos los seres que berrean y ululan y zumban. Alrededor campaban la misma soledad y el mismo rechazo que mi corazón sentía. Los buitres me estaban esperando.

A veces salía de mi casa cuando el dolor de desear se me subía a la garganta. Buscaba el paseo junto al río, que bajaba turbulento y feo porque no había parado de llover en varias semanas. Andaba y pisaba mi cara en los charcos. Si me quedaba un poco de brío, planeaba estrategias románticas. Casi siempre me llamaba cobarde. Era esa forma de amor arbitraria y autónoma que apenas necesita motivo. No deseaba exactamente a una persona sino estar dentro del bosque. Sentir intimidad y dejar de estar sola. Cuando todos los diálogos y todas las risas que no compartía, los abrazos y besos que no daba, los juegos sin compañeros hacían una bola y se me atragantaban, me sentaba debajo de un buen alcornoque y boqueaba y me compadecía de mí misma. A veces miraba el cielo y veía girar los buitres como manecillas de un reloj funesto. Yo era más joven y mucho más melodramática. Radicalmente subjetiva. Nada de lo que veía tenía entidad propia porque mi pena lo ensuciaba. No podía salir de mí para salvarme porque yo-yo-yo estaba en todo lo que veía.

Así que nunca podría haberme interesado por el Psilotum. Lo tenía justo ahí enfrente, en la orilla opuesta del río, una especie de hierba insignificante cuya nimiedad se perdía en un cortado rocoso. Desde luego que no era una hierba, eso hasta yo lo sabía, pero su singularidad, su inconcebible arcaismo eran incapaces de abrir una grieta en mi concha de desahuciada afectiva. Ahora que esa concha se ha hecho añicos, que he entrado en lo hondo del bosque, que sé que los buitres son pájaros nobles y no símbolos, me pregunto si mi soledad no se hubiera curado antes si, en vez de la huida, hubiera escogido la estrategia de la mujer cuyo nombre prácticamente se funde con aquel Psilotum. Una criatura solitaria y herida que salió de sí misma a través de las plantas.


https://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/0/0b/Starr_030628-0095_Psilotum_nudum.jpg
Lo ves tan poquita cosa y no te haces una idea de su relevancia.

4 comentarios:

  1. El buitre mareado12 noviembre, 2016 10:59

    Gracias Silvia, has conseguido que sienta todo lo que tu sentías. Y tienes un estilo muy elegante y muy poético, te das cuenta de esto último. Un beso.

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  2. Deseando estoy de leer tu relato sobre Miss B.M.
    Si tarda es que será mejor y más extenso...

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  3. Estamos tan concentrados en lo inmenso que olvidamos (siempre) lo pequeño.

    Suerte,

    J.

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  4. Es que, de verdad, lo haces tan bonito. Todo tan posible. Yo tengo una concha enorme, quizá. Y las flores no entran, ni la hierba, ni las rocas ni todos los arcoiris del mundo mundial.

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