¿Tú
eres Ricardo o Julia? Ricardo, con su manojo de pelo asomando por
el cuello de la camiseta, no sabe si responder con gracia o con esa
aspereza de mal despertar que siempre le reprocha Julia. No son ni
las doce, y los cuatro o cinco desayunos que ha servido hace un rato
no son suficiente rodaje para que el papel de camarero compadre le
salga naturalmente. Pero todavía sigue queriendo interpretarlo. El
bar no lleva abierto dos meses y la limitada variedad de
comportamientos propia de un local de barrio aún no ha llegado a
agobiarle. Si se ve de refilón en los espejos como de fonda de
camioneros que hay detrás de la barra, piensa que no tiene la cara de palo de los taberneros del Oeste. Pero tiempo al
tiempo. ¿Cómo puede sentarse la gente en un taburete y soltar a un perfecto desconocido la primera cosa ramplona que le cruza por la mente? Quizás Julia tuviera razón en lo de quitar los espejos.
¿Acaso tenemos casetes de Los Chichos?, dijo ella la primera
vez que plantearon lo de darle un aire más siglo XXI al sitio. El
sitio de ambos. A eso tampoco se ha hecho.
A
pesar del nombre en las servilletas. A pesar de las gordas letras
blancas sobre fondo rojo en la fachada, que le siguen pareciendo un
pelín ostentosas. Ricardo y Julia.
Cada mañana, después de aparcar la moto y acercarse con las llaves
en la mano a la puerta metálica, siente como si lo señalaran. Como
si, aparte de su nombre y el de su chica, el letrero revelara también
su DNI o el resultado de su último análisis de sangre. Él hubiera
preferido llamar al bar de una forma más neutra. Bar
Cerveza, por ejemplo. ¿Por qué
no se conocen bares que prometan poco más que eso? Una cerveza que
te haga cosquillas en la nariz y te alimente y te enfríe el hastío
al menos un minuto. Un espacio en el que no se te juzgue ni se te
estafe. Es cierto que el nombre que ellos, que ella ha escogido no
promete más que cercanía y confianza. Aquí estamos, con nuestros
nombres de pila. En la cocina y detrás de la barra. Dos seres
humanos y ninguna estrategia de marketing.
Pero
a Ricardo no se le quita de la cabeza la impresión de que se están
exponiendo demasiado. Ve el letrero, su cerebro de seis y media de la
mañana abroncándole la falta de cafeína, y no puede evitar pensar
en los idiotas que le piden matrimonio a sus novias en público. Qué
pasa después de los ooooh
y los aaaah y los
aplausos. ¿Y si la chica no lo tiene claro? ¿Y si pasan los meses y
el idiota prefiere no volver a aquel restaurante por si alguien se
acuerda y quiere ver fotos de la ceremonia?
¿Y
si él empieza a aburrirse? Si deja de aguantar los chistes fáciles,
las confesiones de barra o el menudeo del ligue. Si a Julia le sigue
oliendo el pelo a aceite refrito incluso después de la ducha. Si
ella le echa en cara que el proveedor siempre se la cuele y meta en
la cuenta más Red Bull del
que se beberá nunca en la provincia. Si después de unos años siguen ahí los espejos. Si la sordidez de un barrio sin árboles es
incurable, por mucha humanidad que uno ofrezca. ¿Qué pasará
entonces con Ricardo y Julia?
¿Y con Julia y Ricardo?
Pero
tiempo al tiempo. ¿Yo? Pues Julia,
hombre, responde él
por sexta vez desde que abrieron.
qué bueno, Silvia. creo que se me ha colado un poco el desangelamiento en el alma. me ha encantado.
ResponderEliminarn.
Si hubieras visto ese barrio, el desangelamiento te hubiera empapado.¡Muchas gracias, n.!
EliminarGrande. Todo en general, pero sobre todo el olor del pelo de Julia. De ahí no hay quien escape.
ResponderEliminarPobrecita, ¿verdad? Las ilusiones convertidas en carbonilla asquerosa de las freidoras.
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