Dejarte caer en la tristeza. Un rato. Y
no en el lado entumecido del corazón, sino ahí donde las emociones
cogen décimas. Sentirte un poco mala, como cuando empieza una
estación y tu cuerpo piensa que tiene que estar a la altura del
cambio. Te tumbas en el sofá, con un albornoz por encima que se te
escurre, y es un efecto calculado, porque muy en el fondo lo único
que quieres es que vengan a taparte y te den algo tibio. Miel con
limón o una caricia. Sentir esa pequeña fiebre dulce sabiendo que
habrás crecido cuando te levantes.
Pero por un instante creer que serás incapaz
de levantarte. Una mentirijilla que no hace daño. Dejar la voluntad
tirada en el suelo como un uniforme muy sudado. Exhibirte como te
trajeron al mundo: desnuda, delicada y vulnerable.
Arrojarte a esa nostalgia como a un
colchón blando, una almohada informe de plumas que no es lo mejor
para tus cervicales. Como a un vicio: el segundo trozo de tarta que
no necesitas; la copa que sólo es buena para la pose; el flirteo con
alguien que se queda a medias con tus gracias. Al menos por un
momento, renunciar a controlarte.
Sacar de la memoria trozos congelados de
tu vida, y dejarlos gotear y que huelan. Poner patas arriba los
altillos. Revolver lo que estaba ordenado. Lo que pasó y lo que no.
Lo que no pudo saltar de tu imaginación al mundo por falta de
piernas. Los desvíos que pasaste de largo. Las cien vidas
alternativas. Lo que pudiste haber hecho mejor si hubieras tenido las
herramientas del futuro. Haber tenido que guiarte siempre a ciegas.
Afearte que no estás siendo lógica o
madura, e ignorarte como a una madre. Aburrirte de tu voz adulta. Sí,
había que sacar de una casa demasiado llena un montón de cedés que
ya no escuchaba nadie. Sí, los tiempos han cambiado y los objetos ya
no son fundamentales. Y sí, en la vida hay que saber tirar y hacer
sitio. Pero esa música fue importante. Adornó escenas de amor y
viajes y cada vez que te enamoraste sin remedio sirvió de sustituto.
Fue un torniquete, chimenea en invierno y granizada en julio.
Ducharte después del monte y dormir al raso.
Bajar al garaje y poner uno de esos discos en el coche. Recordar tiempos en que la música era
física y la vida un ir tanteando. Dejar que la tristeza suba, en
homenaje.
Y luego, claro, levantarte: unos
centímetros más alta, y con quince kilos menos de lastre*.
*Lo que pesa mi banda sonora.
Incrédibol me parece que ayer leí tu entrada y puse la canción, que no había oído en la vida. Esta mañana, en Hoy Empieza Todo de Radio 3, ¡han puesto la canción! Yo creo que Gustavo Iglesias, el locutor, te lee. No me extraña.
ResponderEliminarAmos, chica, qué cosa de libro de Paul Auster.
EliminarQué buena entrada sobre la tristeza. Me ha encantado.
ResponderEliminarEn su día no pude comentar este post, ahora que lo releo recuerdo que en el momento que hacías limpieza de CD, yo estaba haciendo la mía de ¡casetes! Que cosas.
ResponderEliminar¿Dónde y cuándo hiciste ese agujero en la pared para observarnos mientras calculábamos el peso del pasado? ¿por qué no avisaste si ya tú lo sabías?
ResponderEliminarhttps://www.youtube.com/watch?v=uQRv5d3nvMQ