Cielos, cómo me gusta esa vieja. Los
labios bien rojos, no importa el trazo zigzagueante, las arrugas
verticales tan profundas que es como si tuviera la boca detrás de
una valla. No importa que se haya puesto encima una especie de babi.
Ella se sienta en su mesa y mira a la gente que pasa como si fuera
una emperatriz rusa, precisamente porque ya no le importa nada. No es
así exactamente: es ella misma la que ya no se importa, su
apariencia, su papel en la cadena trófica, los juicios acerca de si
merece su puesto entre los vivos o de si es o no apta. Todo lo demás
es interesante. Le gusta el ir y venir de las mañanas, el café con
leche en vaso y la ensaladilla. Le gusta poner a prueba el temple de
los camareros con piropos. Le gusta la terraza de este bar, con todas
sus sillas vueltas hacia la calle, las caras conocidas que día tras
día se juntan puntualmente como si esta fuera su oficina, los
fantasmas: el matadero que hubo en el hueco de la plaza, el marido,
el humo ahí adentro y el suelo crujiente de servilletas y cabezas de
gambas. Le gustan los niños en carrito, los padres distraídos y las
madres agobiadas. La calle es para ella un safari: llena de animales
ajenos que no paran.
Yo también voy y vengo. Vengo de la
playa, voy a darle la vuelta del día a la gata que vive con mi
madre. Me gustaría estar con ella un rato, porque es una gata vieja
que maúlla como si el mundo fuera un hijo que sólo va a verla los
sábados. Me gustaría sentarme en la terraza de La Palma al lado de
mi vieja favorita y convertirme en aprendiza de su mirada. Pero tengo
prisa. Quizás cuando tenga su edad aprenda a comer sin atender a
horarios, me vuelva insumisa respecto a mis propias aficiones y deje
de estar atareada.
Cuando seamos así de viejos, ¿te
imaginas?, podríamos vernos llegar cada mediodía a la misma
terraza. Esperarnos sin nada parecido a la esperanza, como se espera
sin afán a que la tarde caiga. Seguro que me pillarás la vez
siempre, porque yo también pienso ser una señora presumida con una
boca roja por estandarte. Me verás desde lejos y te preguntarás
quién es esa vieja loca con vestido y zapatillas de deporte, y
cuando esté ya a tu lado, te parecerá que mi ropa expresa
naturalmente mi talante y que lo defiendo con tanta gracia como un
abejaruco sus plumas. Comeremos lo que los médicos nos prohíban y
nos guardaremos mutuamente el secreto. Estaremos tan cerca del final
que qué más dará ya mezclar café solo con anchoas o coca cola con
tostadas. Andaremos en ese punto de gamberrismo.
Cuando dejemos siempre un asiento libre
para el de la funeraria, qué importará ya que nos digamos las
verdades a la cara. Se habrá agotado el tiempo del disimulo. Nos pondremos el
uno al otro hojas de reclamaciones. Una y otra vez diremos te
acuerdas cuándo, y casi siempre será un cuento, o un suceso en
el que uno de los dos no estuvo, pero la realidad y la fantasía se
habrán puesto por fin a la misma altura, y los dos nos reiremos y
adornaremos nuestro recuerdo inventado. No nos incomodará quedarnos
callados y juntos. No rumiaremos ese silencio ni nos asustará lo que
el otro se pueda estar guardando. Nada de lo que un ser humano pueda
hacer o decir generará ya escándalo. Reconoceremos sin titubeo que
nos tuvimos amor toda la vida.
Y si el mañana nunca es una apuesta tan
segura, ¿por qué no vamos empezando? ¿Por qué andamos tan
confundidos en lo que merece prisa o desidia?
"Y si el mañana nunca es una apuesta tan segura". Qué distinto y cuánto mejor sería todo si lo tuviéramos siempre presente. "¿Por qué no vamos empezando?" No puedo más que decir amén.
ResponderEliminarMirar los problemas de los demás es la forma más fácil de ignorar los propios.
ResponderEliminarSaludos,
J.
!Me ha encantado!
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