sábado, 23 de julio de 2016

Quiero saltar

 
El cráneo, esa frontera impermeable. Es sólo un hueso, fabricado con el mismo tipo de tejido que tus tibias, y sin embargo, posee funciones míticas. El cráneo es como esa puerta mágica de los cuentos que separa el mundo de las hadas del de los huerfanitos. A veces lo de dentro y lo de afuera se parecen tan poco que aparecer desnuda en una iglesia no te haría pasar más vergüenza. No hace falta necesariamente estar rodando películas X en tu mente. A veces sólo piensas menudencias, pero están tan fuera de lugar, riman tan poco con la realidad que te rodea, que se convierten casi en material subversivo.

Como pensar machaconamente en camas elásticas mientras trabajas. Ponte que es un trabajo peliagudo. Imagina que el guardia civil a punto de hacerte un control de alcoholemia lleva un buen rato montándose una pelea de globos de agua en su cabeza. La criatura atiende perfectamente a lo que hace, te da las órdenes pertinentes con claridad y mesura, hace que te apartes adonde tu coche no vaya a provocar problemas, y sin embargo... no puede dejar de escuchar mentalmente los chasquidos de los globos al explotar contra el suelo, los gritos de las niñas, el chancleteo, la bronca de un viejo que ha sufrido en sus carnes aquello de los daños colaterales, las risas... Está donde debe estar y a la vez en un sitio completamente distinto. Tan irreal o no como el mundo de las hadas.

Yo soy ese guardia civil, muchas veces. Ayer, antes de llevar a cabo un trabajo peliagudo que no viene al caso, estuve escuchando música. He descubierto que las canciones que me conmueven me generan dos tipos de efectos básicos: unas hacen que se me contraiga la garganta, y otras me provocan una cascada de recuerdos radiantes que se montan como si de un videoclip se tratase. Escuché ésta. El vídeo avanzó hasta atrancarse en una escena de camas elásticas. Y ya no pude dejar de pensar en ello.

El color de la tarde moribunda junto a la playa en la que se instalaban. La piel un poco viscosa de humedad marina. Quitarse unos zapatos que siempre dejaban rozaduras y esconderlos en la arena, debajo de la estructura. El momento crítico de poner un pie en lo blando y creer que vas a hundirte. Esa inestabilidad primera. El tanteo, el flirteo entre el salto y unas piernas flojas, y poco a poco, el desmelene, la conquista de un ritmo, empuja, asciende, empuja, cada vez con menos fuerza, cada vez menos atada a la tierra. Y cuando la vertical ya la dominas, meterle osadía al asunto, y tirarte de espaldas, de culo, rebotar, volver a ponerte de pie y no hacerte daño nunca.

Mis músculos conservan todavía memoria de ese gozo. Calculo que desde entonces habré cambiado mi juego completo de células unas dos veces y media, pero un poso de aquella vieja alegría salvaje permanece. Mi cuerpo remozado y sucio de infancia se indigna. Quiere volver a hacer eso. Lo quiere realmente. Y no entiende por qué ya no tiene derecho. Por qué sostener a un adulto conlleva tantas renuncias.

Saltar en una cama elástica. Mover y darle voz a muñecos y convertirlos en personas. Tumbarte en el suelo y no hacer nada. Decir lo que te plazca. Hacer cosas sin vergüenza. Escaparte del cráneo. No ver diferencia entre adentro y afuera.

2 comentarios:

  1. Pues eso: por qué tantas barreras, cuando lo que hay al otro lado, tantas veces, es invención pura.

    ResponderEliminar