martes, 19 de julio de 2016

Pues claro que hace calor, copón.

 
Se me deberían caer los dedos antes de volver a escribir qué calor. Pero voy a hacerlo. Creía que ya lo había dicho todo al respecto. Que había dado con la triangulación perfecta entre fragilidad, aguante e imprudencia. No digo que no. Sigo paseándome por campos abrasados y calles febriles con aplomo de mascarón de proa. Pero sin honestidad la escritura del momento es algo forzado, lánguido como el toreo de salón. Hay que escupir la primera capa de la mente para que lo de debajo pueda seguir brotando. Y en la primera capa, ahora mismo, sólo hay polvo, arcilla cuarteada y sudor.

Qué calor. Quécalorquecalorquecalor. Qué-ca-lor.

Demasiado calor para limpiar los azulejos de la cocina. Demasiado para salir a comprar hielo para el café de la merienda. Demasiado calor para pensar siquiera en extender la esterilla de gimnasia. Demasiado para ver una película. Miro la tapicería del sofá y me acuerdo de una de esas sillas de pinchos que, según los museos chuscos, se usaban en la Edad Media para las torturas.

Demasiado calor para al menos asomarme a la ventana a averiguar si el tsunami de calor ha dejado supervivientes. El cristal arde. La atmósfera es pura sopa de sobre. El cielo es del color de las bragas sucias. La transparencia es un fenómeno visual que debí de conocer en otra vida.

Demasiado calor para vestirse. Demasiado calor para ir desnuda. El aire de mi casa es hoy como cuando te quieren y tú no. Un abrazo del que no sabes cómo desembarazarte sin arrancar costra. La parte frígida e ingrata del desamor. Me quito la camiseta; siento en la espalda el beso ardiente de la silla. Me quito los pantalones cortos. Ojalá no tuviera carne sobre el esqueleto: las paredes se me echan encima. Me lo vuelvo a poner todo. Así hasta que me acueste. Es un ejercicio integrista: cubrise para evitar el deseo del otro. No quiero que entre mi piel y el mundo haya hoy tratos íntimos.

Demasiado calor para tener el ordenador encendido. Calculo que respira a unos cuarenta y cuatro grados. Debería darle un baño frío. Si tuviera hielo llenaría la bañera con cubitos. Para mí, no para mi castigado portátil. Primero me moriría del choque térmico y luego resucitaría poco a poco, centímetro de piel a centímetro. Y antes de salir como nueva me acordaría de los dos autillos que hemos devuelto hoy al campo. En el momento de abrir la caja se apiñaban uno contra otro en una esquina, como si recuperar la libertad los inquietase. Cuatro ojos siguiendo el círculo vicioso del susto. Como si quisieran seguir yendo de aquí para allá, a oscuras y a merced de otros. Como si la pasividad no los amedrentase.


¿ Andalucía? ¿En julio?


Así que voy a tumbarme en la cama ahora mismo, con la piel caliente y cocida. Me quedaré quieta y expuesta, imitando a mis autillos. Para intentar la mansedumbre no hace un calor insoportable.

4 comentarios:

  1. Me han enternecido tus autillos. Esos ojos, entre asustados y sorprendidos.

    ResponderEliminar
  2. Bonitos mis primos.
    Lo del calor... he tenido suerte. En los días peores me he perdido entre Guadix y Priego y... ¡Ni punto de comparación con Córdoba!

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Usted me perdone, pero a veces la vida en Córdoba me parece talmente Life on Mars.

      Eliminar
  3. Pues luego tienen unas garritas más simpáticas. A los bichos les gusta la pose, y si con ella no consiguen que les dejes en paz, entonces las preparan.

    ResponderEliminar