Se me deberían caer los dedos antes de
volver a escribir qué calor. Pero voy a hacerlo. Creía que
ya lo había dicho todo al respecto. Que había dado con la
triangulación perfecta entre fragilidad, aguante e imprudencia. No
digo que no. Sigo paseándome por campos abrasados y calles febriles
con aplomo de mascarón de proa. Pero sin honestidad la escritura del
momento es algo forzado, lánguido como el toreo de salón. Hay que
escupir la primera capa de la mente para que lo de debajo pueda
seguir brotando. Y en la primera capa, ahora mismo, sólo hay polvo,
arcilla cuarteada y sudor.
Qué calor. Quécalorquecalorquecalor.
Qué-ca-lor.
Demasiado calor para limpiar los azulejos
de la cocina. Demasiado para salir a comprar hielo para el café de
la merienda. Demasiado calor para pensar siquiera en extender la
esterilla de gimnasia. Demasiado para ver una película. Miro la
tapicería del sofá y me acuerdo de una de esas sillas de pinchos
que, según los museos chuscos, se usaban en la Edad Media para las
torturas.
Demasiado calor para al menos asomarme a
la ventana a averiguar si el tsunami de calor ha dejado
supervivientes. El cristal arde. La atmósfera es pura sopa de sobre.
El cielo es del color de las bragas sucias. La transparencia es un
fenómeno visual que debí de conocer en otra vida.
Demasiado calor para vestirse. Demasiado
calor para ir desnuda. El aire de mi casa es hoy como cuando te
quieren y tú no. Un abrazo del que no sabes cómo desembarazarte sin
arrancar costra. La parte frígida e ingrata del desamor. Me quito la
camiseta; siento en la espalda el beso ardiente de la silla. Me quito
los pantalones cortos. Ojalá no tuviera carne sobre el esqueleto:
las paredes se me echan encima. Me lo vuelvo a poner todo. Así hasta
que me acueste. Es un ejercicio integrista: cubrise para evitar el
deseo del otro. No quiero que entre mi piel y el mundo haya hoy
tratos íntimos.
Demasiado calor para tener el ordenador
encendido. Calculo que respira a unos cuarenta y cuatro grados. Debería darle un baño frío. Si tuviera hielo
llenaría la bañera con cubitos. Para mí, no para mi castigado
portátil. Primero me moriría del choque térmico y luego
resucitaría poco a poco, centímetro de piel a centímetro. Y antes
de salir como nueva me acordaría de los dos autillos que hemos
devuelto hoy al campo. En el momento de abrir la caja se apiñaban
uno contra otro en una esquina, como si recuperar la libertad los
inquietase. Cuatro ojos siguiendo el círculo vicioso del susto. Como
si quisieran seguir yendo de aquí para allá, a oscuras y a merced
de otros. Como si la pasividad no los amedrentase.
¿ Andalucía? ¿En julio? |
Así que voy a tumbarme en la cama ahora
mismo, con la piel caliente y cocida. Me quedaré quieta y expuesta,
imitando a mis autillos. Para intentar la mansedumbre no hace un calor insoportable.
Me han enternecido tus autillos. Esos ojos, entre asustados y sorprendidos.
ResponderEliminarBonitos mis primos.
ResponderEliminarLo del calor... he tenido suerte. En los días peores me he perdido entre Guadix y Priego y... ¡Ni punto de comparación con Córdoba!
Usted me perdone, pero a veces la vida en Córdoba me parece talmente Life on Mars.
EliminarPues luego tienen unas garritas más simpáticas. A los bichos les gusta la pose, y si con ella no consiguen que les dejes en paz, entonces las preparan.
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