lunes, 20 de junio de 2016

Preferiría contarlo en un bar

 
A mí los bares no me vuelven loca. Porque soy animal de costumbres radicalmente diurnas, porque el amontonamiento de cuerpos me agobia, y porque tengo problemas serios con el ruido. Una vez me dijeron en un reconocimiento médico que escucho mal por exceso: que mi oído es tan sensible a un espectro tan ancho de frecuencias que se satura con los mensajes irrelevantes que conforman el ruido de fondo, y el mensaje principal se me enturbia. Me voy por las ramas de cualquier conversación y pierdo oído del tronco. No receles: presto atención cuando me hablas, una atención desorbitada para que no se me escape nada de lo que dices. Pero es como si tus palabras estuvieran cubiertas de hojarasca. Tengo que rescatarlas debajo de una canción de Coldplay pegajosa, la cisterna del váter de señoras, el golpeteo de los vasos sobre la barra, el rumor de los coches afuera, toda esa cháchara. Mi cerebro suda cuando trata de escucharte en un bar.

Y luego está el fingimiento: gente que en realidad es menos alegre de lo que aparenta. Que expresa interés y oculta apatía. Que se bebe unas cañas como por descarte, porque si no nos juntamos y bebemos y simulamos jovialidad, qué nos queda. Que se engaña a sí misma acerca de las ganas que tiene de estar donde está. No digo que sea la norma, pero la noche en los bares parece un refugio del carnaval.

Digo eso, y digo también que me quedaría un buen rato en El bar de las grandes esperanzas, de J. R. Moehringer. Vale que es un lugar idealizado en el que la sordidez del mal aliento se oculta. Donde cada borracho es un leyenda, y cada anécdota intrascendente una saga, y la sarta de hombres enhebrados mediante un hilo interminable de copas, caballeros de Camelot que personifican la camaradería, la aceptación y la ternura. Pero que levante la mano quien nunca haya mitificado un lugar donde al menos por un instante se sintió acogido. Que lo haga el que en la barra de un bar nunca se haya visto mirando al fondo de los ojos de un conocido reciente, dejando que las rodillas se rocen con las del otro, pensando que quieres explorar esa cercanía, que ahí, en esa vida distinta a la tuya, es donde quieres entrar.

No me ha sobrado ni una página de este libro generoso, pero este pasaje...

Piensa en el miedo, decide ahora mismo cómo vas a enfrentarte al miedo, porque el miedo va a ser la gran cuestión de tu vida, eso te lo aseguro. El miedo será el combustible de todos tus éxitos, y la raíz de todos tus fracasos, y el dilema subyacente de todas las historias que te cuentes a ti mismo sobre ti mismo.

...este pasaje me ha noqueado. No revela ninguna novedad, a estas alturas de mi película, nada que no haya considerado antes mil veces. Pero es justo ahora cuando me interpela. Porque me han propuesto dar una charla en otoño sobre el personaje real en torno al cual iba a girar mi supuesto primer libro. Y eso es un guante arrojado a la cara de uno de mis miedos más longevos: levantar la voz frente a un grupo. Y, dejando de lado la cuestión de si estoy lo bastante enamorada de ese personaje como para defenderlo en público, yo no sé cómo desactivar ese resto duro de timidez que todavía me queda.

Ojalá cada acto de comunicación se pareciera a acodarse en una barra de bar y abandonarse.

6 comentarios:

  1. No hay que temerle a los miedos... Son los que nos hacen fuertes...
    Pero lo que de verdad me asusta es la falta de sinceridad.
    Un saludo.
    Alessia

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    1. Yo no creo que nos hagan fuertes. Creo que saber soportarlos sin maquillarlos ni esconderlos debajo de la alfombra es un paso fundamental para intuir de qué estamos hechos.
      Besos.

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  2. Hay miedos que soy incapaz de afrontarlos, prefiero ahuyentarlos.

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    1. Saber que están ahí y qué es lo que quieres hacer con ellos es afrontarlos.

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  3. EEEEH, a mi también me pasa lo del exceso de audición que transforma una conversación de barra en una procelosa jungla cacofónica difícil de desbrozar...
    Eeeen fin, también tiene sus ventajas en campo abierto, como ser el primero en escuchar el grito lejano de un aguilucho o el crujir de tus párpados abriéndose como platos al escuchar hablar de Mrs M.
    Quiero escucharte en otoño, y no dudo que lo hará usted estupendamente!
    Kisses.

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    1. Y por eso hablas bajito y yo tengo que arrimarte tanto la oreja.
      Todavía quedan algunos meses, ya veré qué historia me cuento al respecto.

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