En la casa de mi amigo había barro y
blancura, y la cantidad de madera justa como para no arruinarte el
alma con evocaciones conventuales. Había un sofá con una mantita
que recuerdo siempre arrugada, porque era un mueble que incitaba a
repantigarse. Aunque fueras un recién llegado a la vida del que allí
vivía; aunque en algún rincón de tu mente sobrevivieran las normas
de cortesía que te enseñó tu madre: llegabas de la calle en
cuesta, veías ese sofá – abrazo, y te arrojabas a él sin
preocuparte de dónde iba a caer cada una de tus partes.
Había esa confianza de partida, como si
en vez de alquilarla mi amigo hubiera construido aquella casita a
partir de sí mismo, igual que las golondrinas chinas hacen nidos con
saliva. Había cepillos de dientes sin estrenar para las visitas que
pudieran presentarse. Había un rinconcito para la mesa del ordenador
donde la luz natural remoloneaba y dejaba su oficio a un
tablero de corcho con postales, dibujitos y notas manuscritas de
otros amigos.
Había aquella luz única que parecía
brotar de la campiña y que al atardecer a mí me convertía en nada
más, y nada menos, que en un canto rodado. Me dejaba suave e
imprecisa, y como si acabara siempre de enamorarme. Una luz que era
un complot de las vacas y de los árboles. Cuando también yo vivía
por allí y regresaba del trabajo a última hora de la tarde, a veces
me daba la impresión de ir conduciendo drogada. Me parecía que era
una bonita manera de matarse.
El tiempo también se ponía cómodo en
casa de mi amigo. Desayunar en la mesa robusta era hacerse parte de
un cuadro. En el patio pequeñito crecían plantones y brotaban
flores y semillas, y todo junto era como una escuela de ritmo. Un
laboratorio de la calma.
Hablo en pasado porque hace años que no
pongo un pie en aquella casa en la que el tiempo realmente vivido es
mucho más corto que el atesorado. Me dice mi amigo que dentro de
poco se verá obligado a dejarla. Sólo he sentido pena al principio.
Porque es verdad que hay hogares que respiran como seres vivos, pero mucho
más que algunas personas transforman el
cemento, la madera y el barro a su paso.
un relato maravilloso de tierno verano
ResponderEliminar... AAYN!
ResponderEliminarVoy a grabarme esto, con letras doradas, en mi disco duro.
kisses!