miércoles, 1 de junio de 2016

¿Cómo entrar?

 
Hace unos años me apunté a danza del vientre. Dos clases semanales. Otras cuatro o cinco chicas. Ninguna de ellas se incorporó de ninguna manera a mi vida. Con ninguna compartí algo más que saludos de cortesía y el gorjeo propio de una actividad física divertida. Los violines y la darbuka cesaban y cada una recogía sus cosas, su velo, su pañuelo de moneditas, y salía disparada, incorporándose a su surco propio en la calle. Cada una acarreando su prisa. Mucho más tarde, cuando quise asimilar de una vez que la gracia no se aprende y me aburrí un poco de la danza, descubrí que una de esas chicas escribía de una manera admirable. Aguda, vibrante, sorprendentemente madura. Una especie de traducción ordenada del idioma que usaría contigo esa mejor amiga a la que consentirías todo consejo y toda puya.

Fue una sacudida. Esa chica con la que coincidí apenas, con todo ese bosque íntimo de escritura. Fue un forma suave de ofensa a mi necesidad de conexión directa. Una pequeña burla a mi supuesta capacidad perceptiva. Una pena: no haber sabido en su momento que compartíamos más de lo que parecía. Desde entonces me resulta complicado entender la presencia de figurantes en mi película. Me cuesta seguir viendo a la gente como bultos. Mi mirada individualiza e interroga a cada figura en la calle, en el gimnasio, en las diversas salas de espera del día a día, y cuando vives en una ciudad eso es simplemente demasiado. Tanta particularidad, tanta oferta, tanta promesa prácticamente inaccesible. El Corte Inglés humano cerrándote la puerta en las narices.

Está todo esa opulencia ajena, oculta tras el aspecto exterior de personas que, pese a mí, se empeñan en seguir siendo gente. Vedada. Infranqueable. Continentes vírgenes que no llegas a explorar porque no se encuentran en tu ruta. Ves a lo lejos tierra, pero la corriente al final te aparta, aunque ya hubieras puesto un pie en la orilla.

Y luego está la realidad inversa de los libros: una riqueza sin continente ni forma que la incluya. Hace poco he devorado Sapiens. De animales a dioses. Y no me ha bastado leer en la cubierta el insólito nombre de su autor, Yuval Noah Harari. Hubiera necesitado tener delante su mano para estrecharla, mejillas que besar, hombros huesudos para abrazarlos, cuerpo que invitar a cenar. Su breve historia de la humanidad ha saltado de su mente a la mía como un parásito que completa su ciclo. Sin contacto físico. Sin que se me permita contemplar qué expresa con los ojos un historiador que plantea si la acumulación de poder de nuestra especie ha derivado o no en felicidad. Qué luz esconde o exhibe alguien capaz de narrar la totalidad de manera neutral y compasiva.

Sin opción a la amistad. Que es de lo que se trata.

2 comentarios:

  1. Buen tema el de si la acumulación de poder da la felicidad.¡pa mi que no!

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  2. He empezado a leer "Sapiens" y me está fascinando, gracias por la recomendación ;-)

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