martes, 10 de mayo de 2016

Un brote de futuritis

 
Últimamente estoy pensando de puntillas en el tiempo. No en el del cielo, sino ese que te lleva de viaje a la tumba por un módico precio.

A lo mejor es precisamente por esta primavera interrupta, por todos los jugos contenidos de repente, empantanados dentro de las venas. Si hiciera buen tiempo yo estaría comprándome faldas de colores y zumbando alegremente como una abeja. El sol me animaliza y me impulsa a meterme de lleno en el baile del cortejo. ¿Con quién? Con nadie en concreto. Conmigo misma o con el ecosistema. Pero el cielo está blanquigrís, cubierto de canas, y yo, que soy un resumen de mi medio, me acuerdo de que mi cuerpo cambia a la chita callando y se degrada.

O a lo mejor es porque sigo tratando de hilvanar parches de biografía de dos personas muertas. Una de ellas nació en 1907. Imagina: un mundo sin radio ni aviones rayando los cielos; sin mafia de coches abusando de la calle, sin plástico ni antenas, sin canciones pop para olvidarte durante tres minutos de que somos mortales. Un mundo todavía tangible y lento. Ves imágenes de entonces y no puedes evitar una punta de condescendencia. Las caras algo primitivas, congeladas habitualmente en un gesto de pasmo. Se hace raro pensar que detrás de esas máscaras bulliera realmente el deseo por la vecina, unas ganas locas de comerse un chocolate con churros o de quitarse los zapatos, la frustración de un matrimonio mal apañado o el sueño blando de hacer fortuna en la India. Es como si solamente uno supiera de verdad a qué sabe la vida. Como si los muertos fueran atrezzo y excusas para llegar a ti mismo. Es triste: de aquí a ochenta años nuestras fotos serán observadas con un desdén parecido: “míralos, nacieron cuando no había internet. ¿De verdad sentían y estaban vivos?”

O a lo mejor es la frase que apunté del libro de William Boyd Las aventuras de un hombre cualquiera. En un capítulo sórdido de su vejez, el protagonista se dice: “ Esta no es la imagen de mi yo anciano que me había formado cuando era más joven (…) Ése no fue nunca mi estilo, nunca. ¿Entonces cuál fue tu estilo? ¿Qué visiones indulgentes del futuro alegraban tu alma?”

Así que ahora no consigo arrancarme la espina de esa última pregunta. Mi alma, encogida por el nublado, se alegra imaginando visiones de autonomía. Me gustaría ser una vieja que no se quejase, que caminara a pesar del dolor de rodillas, que gastara pródigamente sus ahorros de contento. Me gustaría ser útil. Tener cerca el olor de la gente joven. Ofrecerles el cebo de mi experiencia. No inspirarles nunca lástima. No sentir lástima sino orgullo por las pérdidas. Acordarme de que realmente estuve viva, y sentí esto y aquello, y vi y di testimonio de algunas cosas verdaderas.


4 comentarios:

  1. A todos nos gustaría ser ancianos encantadores aunque quizá terminemos siendo viejos verdes.

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  2. Anónimo entre comillas10 mayo, 2016 22:37

    Ay, Bubo, peor que ser un viejo verde -que al fin y al cabo desea algo, aunque sea más bien inalcanzable- es ser un viejo lastre, un peso muerto que solo sepa agarrarse a los que tiene cerca.
    Así que, si el tiempo me lo permite, quiero ser esa del último párrafo.

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  3. lectoraadicta11 mayo, 2016 22:40

    Creo que son minoría. Ya podemos aplicarnos para llegar con la lección aprendida.

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  4. Yo también lectoraadippta! MJ

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