Últimamente estoy pensando de puntillas
en el tiempo. No en el del cielo, sino ese que te lleva de viaje a la
tumba por un módico precio.
A lo mejor es precisamente por esta
primavera interrupta, por todos los jugos contenidos de
repente, empantanados dentro de las venas. Si hiciera buen tiempo yo
estaría comprándome faldas de colores y zumbando alegremente como
una abeja. El sol me animaliza y me impulsa a meterme de lleno en el
baile del cortejo. ¿Con quién? Con nadie en concreto. Conmigo misma
o con el ecosistema. Pero el cielo está blanquigrís, cubierto de
canas, y yo, que soy un resumen de mi medio, me acuerdo de que mi
cuerpo cambia a la chita callando y se degrada.
O a lo mejor es porque sigo tratando de
hilvanar parches de biografía de dos personas muertas. Una de ellas
nació en 1907. Imagina: un mundo sin radio ni aviones rayando los
cielos; sin mafia de coches abusando de la calle, sin plástico ni
antenas, sin canciones pop para olvidarte durante tres minutos de que
somos mortales. Un mundo todavía tangible y lento. Ves imágenes de
entonces y no puedes evitar una punta de condescendencia. Las caras
algo primitivas, congeladas habitualmente en un gesto de pasmo. Se
hace raro pensar que detrás de esas máscaras bulliera realmente el
deseo por la vecina, unas ganas locas de comerse un chocolate con
churros o de quitarse los zapatos, la frustración de un matrimonio
mal apañado o el sueño blando de hacer fortuna en la India. Es como
si solamente uno supiera de verdad a qué sabe la vida. Como si los
muertos fueran atrezzo y excusas para llegar a ti mismo. Es triste:
de aquí a ochenta años nuestras fotos serán observadas con un
desdén parecido: “míralos, nacieron cuando no había internet.
¿De verdad sentían y estaban vivos?”
O a lo mejor es la frase que apunté del
libro de William Boyd Las aventuras de un hombre cualquiera.
En un capítulo sórdido de su vejez, el protagonista se dice: “
Esta no es la imagen de mi yo anciano que me había formado cuando
era más joven (…) Ése no fue nunca mi estilo, nunca. ¿Entonces
cuál fue tu estilo? ¿Qué visiones indulgentes del futuro alegraban
tu alma?”
Así que ahora no consigo arrancarme la
espina de esa última pregunta. Mi alma, encogida por el nublado, se
alegra imaginando visiones de autonomía. Me gustaría ser una vieja
que no se quejase, que caminara a pesar del dolor de rodillas, que
gastara pródigamente sus ahorros de contento. Me gustaría ser útil.
Tener cerca el olor de la gente joven. Ofrecerles el cebo de mi
experiencia. No inspirarles nunca lástima. No sentir lástima sino
orgullo por las pérdidas. Acordarme de que realmente estuve viva, y
sentí esto y aquello, y vi y di testimonio de algunas cosas
verdaderas.
A todos nos gustaría ser ancianos encantadores aunque quizá terminemos siendo viejos verdes.
ResponderEliminarAy, Bubo, peor que ser un viejo verde -que al fin y al cabo desea algo, aunque sea más bien inalcanzable- es ser un viejo lastre, un peso muerto que solo sepa agarrarse a los que tiene cerca.
ResponderEliminarAsí que, si el tiempo me lo permite, quiero ser esa del último párrafo.
Creo que son minoría. Ya podemos aplicarnos para llegar con la lección aprendida.
ResponderEliminarYo también lectoraadippta! MJ
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