jueves, 19 de mayo de 2016

O ella o yo

 
Feo, murmura Sandra. Feo, feo, repulsivo. Pero hoy no hay manera de sacar al bicho de sus casillas. ¿Qué dices?, pregunta Víctor, los ojos pegados a la revista, el ceño contraído. Ese ceño que debería ser estudiado por la ciencia médica. O por escuelas de teatro. Un ceño tan excesivo no puede ser un producto psicológico. Tiene que ser un síntoma de que algo se ha averiado en el cuerpo, o de que su dueño lleva desde la preadolescencia ensayando. ¿Yo? Nada, no he hablado. Pero como sabe que en realidad Víctor no le presta atención, porque es tan esnob como para ignorar a una madre moribunda mientras lee The New Yorker, continua murmurando: feo, asqueroso, cobarde. Quer eres el gato más feo del mundo.

Tapioca ni se inmuta. Parece un gato entrenado por la CIA. Un gato que ha emprendido la guerra santa. Observa fijamente a Sandra con sus ojos amarillos. En ellos hay veneno: estricnina; falsedad; perseverancia. Conseguirá echarla de casa aunque tenga que gastarse seis vidas. Y si a la séptima no lo consigue, un día que ella esté llegando del trabajo se las arreglará para colarse por la puerta entreabierta, y así se perderá su pista. Sandra se verá obligada a pegar carteles en la calle. Qué humillante. Usarán una de las ciento cincuenta fotos que Víctor le hace al gato cada semana. El caso de Tapioca también es digno de estudio. ¿Cómo es posible que un animal manipule tanto su imagen? ¿De qué rincón de su entraña negra saca esa pose de peluche adorable? Mi dueño y yo nos hemos perdido y estamos muy tristes. Si das conmigo, llama a Víctor. No habrá ni una mención hipócrita a Sandra. Porque él la culpará, aunque su legendaria madurez le impida reprochárselo a las claras.

Y pensar que cuando se enteró de que Víctor vivía con un gato creyó que ya no se podía ser más perfecto. ¿Tapioca? Sí, por el Coronel Tapioca, le dijo. Entonces le hizo gracia. Como sus camisas hawaianas. Como su manía de no tener a la vista ni un solo objeto de plástico. Si la primera noche le hubiera pedido la mitad de su hígado se lo habría regalado encantada. Tapioca, oh, vamos. Lo más aventurero que ha hecho nunca este hombre es cenar una sopa de sobre. Lo más intrépido que ha hecho este gato es odiarla.

Porque Tapioca la odia, eso está claro. Aunque ahora se haga el impávido. Cada vez que la tiene cerca le suelta un zarpazo gratuito. Se mea cada vez que puede en sus zapatos. Se pone a cagar justo después de que ella le haya limpiado la caja. Le tira la taza de café cuando se levanta a por las tostadas. Y cuando hacen el amor los mira. Esa mirada: la que tendría la cría de una tiburona fecundada por Hitler. Bicho demente. Siempre ahí plantado, mancillado y fiero como una esposa napolitana. Haciendo que se sienta una intrusa.

Y qué idiota se siente copiando sus tretas de guerrilla psicológica. Tratando de enervarle para que la ataque en presencia de Víctor. Cómo desea que pierda sus felinos estribos mientras lo tiene en el regazo. Que le haga un buen arañazo. ¿Has visto cómo es tu gato? ¡Si sólo lo estaba acariciando! No ve la hora de soltarlo.

Y cuando al fin lo consiga, porque todo adversario tiene un límite, y Tapioca no tolera que le pellizquen el rabo, Víctor apenas levantará la vista. Por dios, Sandra, le dirá con la voz saliendo del mismo centro del ceño, ¿no puedes ser un poco más madura? ¿No eres capaz de imponerte a un gato? Limpiándose la sangre a solas en el cuarto de baño, Sandra sabrá por fin que nadie va a pegar carteles con su cara el día en que ella se escape.


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