Agujetas como medallas al mérito
muscular. Me gustan tanto. Puntos eléctricos donde dolor y placer se
cruzan. Cicatrices efímeras de una batalla. Recuerdo de la boda
entre voluntad y carne. Agujetas como prueba de vida.
Hoy me tocan en los isquiotibiales. Esa
parte maciza que hasta hace unos dos años sólo sabía llamar “la
parte de atrás de mis muslos”. Antes de eso, la idea de levantar
gratuitamente peso en una habitación llena de gente con demasiados
bultos a la vista, y con una cantidad medio depravada de espejos de
por medio, me hubiera parecido un delirio. Hoy, el hecho me parece
vacuo sólo de vez en cuando.
Mi cuerpo es distinto desde entonces. Mis
brazos, mi espalda. Mis hombros no te provocarían ya ganas de
prepararme un puchero con mucho tocino. Estoy convencida de que mi
cerebro también ha cambiado desde que voy al gimnasio. Concretamente
desde que me dejo la linfa en el parqué, bailando. Lo noto más
torneado y exacto a la hora de coordinarme. Pero a veces me parece
que todo ese falso deporte no tiene nada que ver conmigo. No conmigo:
con mi cuerpo como elemento de la ecología. Todas esas repeticiones
neuróticas de movimientos desmenuzados, ¿a qué animal están
expresando? ¿Qué relación guardan con las funciones para las que
fue diseñado el cuerpo humano? Andar, correr, saltar, arrastrarse,
merodear, trepar; empuñar, arrojar, desgarrar, machacar, golpear...
Lo que se hace en un gimnasio se parece tanto a la coreografía de la
vida como un zoo a los ecosistemas salvajes.
Por eso hoy me siento especialmente
orgullosa de mis agujetas. Porque me las he ganado trabajando. Ayer
estuve arrancando hierbas en el jardín de mi padre. Arrancando que
no escardando, sin herramientas. No es una gran hazaña. De hecho, es
una manera de “hablar por no estar callados”, que diría mi
madre. Una faena puramente estética. Las hierbas son la piedra de
Sísifo de las tierras dominadas por el hombre. La guerrilla, la
primera y última palabra, la risita de la naturaleza. Un “ya
hablaremos de aquí a unos cientos de años” que lo vegetal
suelta en lugares civilizados. A nivel doméstico no hay manera de
eliminarlas. Son tercas, son listas, tienen un montón de estrategias
de reproducción y supervivencia. Son humildes, pasan desapercibidas,
son diversas. Grandes enemigas. Un honor batirse a mano desnuda con
ellas.
Las malas hierbas me gustan tanto como
las agujetas. Ambas son empeños brutales de vida.
Me produce urticaria solo pensar en ellas. Pobrecicas, también tienen su momento verde y tierno.
ResponderEliminarEl secreto está en mirarlas de cerca y tratar de contar las especies diferentes: flipas.
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