Paro en un semáforo y miro por la
ventanilla como si quisiera hacerle pagar a la ciudad mi hambre, y
mis ganas de llegar a casa, mi fastidio. Entonces vuelvo a ver a ese
revoltijo de ángulos imposibles. Y me avergüenzo de mí misma. Mira
a ese hombre, tatúatelo en la mente, me digo. Mira cómo sale al
mundo y se mueve a pesar de que hacerlo debe de suponerle un
suplicio. Sujeto a un andador que probablemente juegue un papel más
importante en su vida que su propio bazo. Andando de puntillas como
un títere. El cuello tronchado, la vista ya para siempre anidada en
su hombro derecho. Dios, el tirabuzón de la espalda. Y esos pasitos
que desafían a los académicos de la Lengua a proponer nuevos
verbos. Andar, pasear, caminar, deambular: no son lo bastante
precisos.
Contemplo a ese hombre con los restos de
empatía que han sobrevivido a una jornada de trabajo y pienso en lo
fácil, lo justificado que estaría si no volviera a salir nunca de
su casa. Oh, vamos, si ir del sofá al cuarto de baño en ese estado
ya merecería un poema épico. Pero ahí está él, en la calle y no
en la cama, hecho un pincel con sus pantalones de pana y sus zapatos.
Lustrados zapatos de cordones en lugar de zapatillas. Un aura
invisible de amor y cuidados. El tiempo que tarda un semáforo en
pasar de rojo a verde no le da para cruzar el ancho de mi ventanilla.
Sus metros, mis kilómetros. Llegar a la esquina de la calle debe de
ser para él lo que para mí ir andando a Málaga.
Este sí que es un héroe. Sin disfraz ni
especialistas para las escenas complicadas.
Este, y la vieja ciega que va siempre
mirando al cielo como si un dios le contara chistes, mientras la que
empuja su silla de ruedas respira con desgana. Y la pareja de
sesentones que se da el lote en un banco con una pasión que deja Los
puentes de Madison a la altura del telediario. Y los autillos,
que pesan lo que un paquete de gusanitos, y que después
de cruzarse media África aquí están de nuevo, anunciando
obsesivamente el buen tiempo con su canto de submarino. Y los
trabajadores de los retenes contra incendios. Y mi tía, que emplea
horas de vida sin cuento para hacer de la ciudad un lugar menos
hostil a los gatos. Y mi madre, que dobla montañas de ropa y prepara
paquetes de comida.
Y todas las personas y criaturas que
hacen de la vida una cosa de película. Un cómic de la Marvel.
Y Andrew Bird, que da puntadas de
hermosura como para vestir a todo el planeta.
¿No es heróico sentarse pacientemente a escribir dando siempre algo especial? Y nunca es un boomerang, aunque a veces te lo parezca...
ResponderEliminar¿Heroico? Nooo, es más bien como empeñarse en mover el body cuando lo que realmente te pide su esencia es siesta. Pero si me pongo las bragas por encima de la ropa al escribir, quizás. .. me venga algún tipo de superpoder.
Eliminar¡Tanto héroe anónimo!.
ResponderEliminarTan tímidos, siempre intentando pasar desapercibidos. ¿ Se reconocerán entre ellos de alguna forma?
EliminarEl universo Marvel podemos encontrarlo incluso en casa. Mucho héroe en el curro, en ese tipo que te manda una sonrisa cuando le duele el alma, en la señora que aguarda pacientemente y sin reproches.
ResponderEliminarMuchos héroes, pero como los héroes... Todos anónimos, con máscara para no conocerlos, de esos que cuando terminan la heroicidad se esfuman y ni siquiera podemos darles las gracias.
Ahí, ahí. Quítale tú a Bat, Super y Spider sus galas drag y a ver qqué pasa con ellos, si son capaces de arreglarte el día o ligarse a la más buena.
EliminarEl otro día leí por ahí algo así como "cada persona que ves está librando una batalla que tú no conoces...". Pues eso.
ResponderEliminarGracias por Andrew Bird, interesante música.
Salud y orujo!
Gracias a ti por la frase, Pensadora. Me parece una de esas pequeñas cosas que cambian radicalmente tu manera de relacionarte con lo y los de afuera. ¡ A practicarla!
Eliminar