No, nunca creí en la posibilidad de un
cielo. Puede que para tener fe en la resurrección sea necesario
nacer con el gen correcto. O que mi catequista no se esmerase tanto
en la narrativa de la salvación como en la del infierno. Tenía un
gran talento dramático y la mente envenenada de Barroco. Describir
las llamas eternas la excitaba tanto como a un bombero de baja
médica. Pero del cielo pasaba olímpicamente. Supongo que, para
ella, un católico recto no merecía recompensa. Quizás le parecía
cutre, como una discoteca de verano o una sala de fiestas para
puretas: toda esa gente conocida reuniéndose tarde o temprano,
mirándose de arriba abajo en busca de algo criticable, los viejos
enseñando el cotarro a los nuevos y presentando entre sí a sus relaciones:
“mira, Carmen, por fin está aquí Rosa, me casé con ella después
de que el cáncer te llevase, o te trajese”.
Creo que el primer muerto del que tuve
consciencia fue mi abuela paterna. Confieso que en clase le eché
cuento y exageré un poco mi tristeza. Que fuese una niña
patológicamente tímida no significa que no se me diera bien el
teatro. Puse una cara compungida tan verosímil que la catequista dio
su brazo a torcer y me consoló prometiéndome que, si conseguía
escapar del infierno, volvería a verla. Y ya entonces esa hipótesis
me pareció muy improbable. No sólo porque fingir no me pareciera el
mejor de los billetes al paraíso. Es que no le veía más que pegas.
Si yo me muriese con su misma edad, ¿cómo iba a reconocerme mi
abuela?. ¿Y por qué iba a querer pasarme la eternidad a su lado, si
lo poco que la traté en vida bastó para asustarme? ¿Qué
edad tenía la gente allí arriba? ¿Estaba lleno de viejos
lastimeros?
En realidad no me diferenciaba tanto de
mi catequista: ella creía en el fuego, y yo, en las historietas de
Simbad el marino. El cielo era para otros: para gente con genes
candorosos.
Y, sin embargo, mientras me desembarazaba
de la siesta esta tarde, me he dado cuenta de que no me cuesta tanto
imaginar un cielo para animales. Quizás sea porque una vez que
crecen y adoptan su personalidad definitiva, nuestros gatos y
nuestros perros parecen volverse inmutables. Tú cumples años y vas
dejando desvíos por el camino, y ellos, bueno... Zara siempre andará
en busca de piedras y las dejará a tus pies para que se las tires.
Bola se tumbará cual gorda es en el peldaño en ángulo de la
escalera, no importa la edad que tenga. En una vida obligada al
cambio, los animales de casa nos sirven de referencia. Son la forma
blanda y calentita de la confianza.
Así que ahora miro por la ventana y casi
espero que las nubes adopten la forma de Vito. El gato estoico que
parecía entender mejor que nadie que vivir es estar solo, y que a
pesar de ello se pirraba por el jamón cocido. O la de Leo, que te
miraba como queriendo decirte que en realidad era una persona
encerrada en un cuerpo jaspeado. O la de Suki: nubecita recortada y
mandona que nunca dejará ya de vigilar su casa albaicinera.
Los animales, cuando encuentran a la persona adecuada, han encontrado su cielo particular.
ResponderEliminarCuánto trauma crearon a costa de amenazar con las llamas de un infierno eterno.¡Malditos!
ResponderEliminarOjalá hubiéramos nacido con ese gen, si existiera, aunque yo seguiría teniéndolo difícil, porque sólo querría ir a un cielo pequeño, habitado por los pocos ángeles creibles que he conocido.
ResponderEliminarLa "nubecita recortada y mandona" ahora tendrá mucho más fácil practicar la magia que la hacía saber cuándo iba a llegar a la casa albaicinera, que sin ella es otra.
Yo siempre digo que prefiero el infierno por lo menos más calentita voy a estar y me parece hasta más divertido , que tanta gente buena junta no se no se ....
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ResponderEliminarY sigue vigilando la casa y a sus moradores. Y mandando.
ResponderEliminar(Manolo)