Supongo que todos fanfarroneamos a costa
de algo. Tú presumes de que eres capaz de masticar una cabeza de
ajos sin que un rayo te parta el duodeno. Ese de ahí duerme cada
noche cuatro horas y míralo, tan fresco. Mis compañeros de trabajo
no se ponen abrigo ni cuando enero viene homicida. Aquel te cuenta
toooodo lo que hace antes primer café del día. Cuando estuvo en
Vietnam tu cuñado comió rata y perro. A mí los terremotos me
gustan.
Algo bastante inconfensable se remueve en
mis tripas cada vez que uno de ellos abre las noticias. Ojo, uno de
los cordiales, de esos que sólo asustan. Una especie de leve
excitación escabrosa. No es una cosa que puedas decir durante la
comida. Ves latas de tomate saltando en los supermercados, el vídeo
casero con el chachachá de la lámpara, a lo mejor hasta la
grietecita en medio de una autopista, y a duras penas reprimes un ay,
yo también quiero.
Y no es que no lo haya vivido y que nunca
haya pasado ese miedo. La primera vez fue hace unos quince años.
Intentaba quedarme dormida en mi cama de estudiante cuando la
convulsión geológica hizo su entrada triunfal en mi vida. La puerta
de mi habitación estaba abierta y, desde donde estaba, pude ver cómo
ondulaba el pasillo. Como si estuviera a punto de aparecer un
surfista. Jesús, me quedé petrificada. Si hubiera habido una
réplica más fuerte el armario me hubiera planchado. Fue como si el
demonio hubiera ligado conmigo usando las palabras más persuasivas.
Desde entonces he estado esperando en
secreto. Y ayer, por fin, la cama volvió a moverse, muy suavecita;
las puertas correderas y las contraventanas batieron, y primero pensé
que era un golpe de aire, y después que no, que la tarde estaba
perfectamente en calma, y que sólo podía ser aquello. Al
acabar, las cosas se quedaron el triple de quietas. Todo lo posado
sobre el suelo contuvo la respiración. Y cuando me
puse a hacer palmas, el que compartía siesta
conmigo me miró como si me hubiera transformado en mantis. Desde el quicio de la puerta adonde fue a refugiarse.
A lo mejor ahora, cada vez que me
acueste, sienta una punta de nostalgia. Al dormirme fantasearé que
me vuelvo una yonqui del temblor. Soñaré que voy a buscarlo a
Chile, a California o al Tíbet. Querré volver a estar a merced de
la tierra. Notar que lo mineral también tiene sus ansias. Ser
testigo de la elocuencia sentimental del planeta.
¡Estamos locos!.
ResponderEliminarMi sensibilidad sismológica es nula. Muy gordo debe ser para enterarme. De estos últimos solo se ha movido el móvil cuando varias personas han twiteado a la vez con el hastag: terremoto.
ResponderEliminarNo sé si el ¡estamos locos! de lectoraadicta significa que ella comparte la rareza de lo que cuentas,yo ya sabes que sí, debe ser la vena lunática de la familia. Disfrutar con las tormentas, los terremotos...claro, siempre que no se pasen de grado
ResponderEliminar¿Otra vez? ayyy...
ResponderEliminarBeso, en calma.