Probablemente todos nacemos ya viciados,
con una marca indeleble en nuestra sustancia. Nadie podrá culparnos
de esa tara, ni nosotros tendremos a quien culparle. No habrá
momento de nuestra vida a partir del cual las cosas podrían haber
sido de otra forma. Si hubiera dormido en la habitación de mis padres
hasta los tres años...Si me hubieran apuntado a baile...La carambola
genética no nos dejará echar mano de los condicionales. Todos
nacemos ya medio viejos.
Este niño, por ejemplo, lleva en sí la
huella de la torpeza. Un desaliño constitucional que,
lamentablemente, no llamará tanto la atención gracias a su sexo. La
ropa parece girar siempre alrededor de sí mismo. Todo le quedará
siempre grande y fuera de sitio, y cuando crezca, algunas mujeres lo
encontrarán irresistible justo por eso. Es una criatura hecha para
perderse en abrazos. Quizás por eso esté ahora mismo en esta clase
de kárate. Porque sus padres también lo han notado.
Lo miro al otro lado del cristal y deseo
como él que la hora se acabe. Que pueda salir por fin de esa armadura
blanca y lacia con la que lucha más que contra enemigos invisibles.
Supongo que para dar golpes al aire hay que tener algún talento. Hay
que confiar en que uno es algo más que un revoltijo de miembros
haciendo cada uno la guerra por su sitio. Hay que ser de metal o de
agua: ser un buen conductor eléctrico. Pero este crío es de
peluche. Negado para la línea recta.
Acaba la clase y de ella sale aún más
desorientado. Lleva sus zapatillas contra el pecho y parece como si
buscara a alguien. Eso le durará también toda la vida. Sus
compañeros gorjean y hacen un corrillo en el suelo para
calzarse. Él visto de cerca es adorable, con su cabeza esponjosa de
rizos y la mirada de corcino. Lo miro y me salta por dentro un
fusible. Tengo que andar a tientas para no darme golpes con mi propia
ternura.
Y me sorprendo pensando en que me
gustaría cuidarlo. Con un par de arrullos y algo dulce, tiene
pinta de acudir como un gatito. De frotarse contra tus piernas y
darle a su lomo la curvatura exacta de tu caricia. Quizás
podríamos ir juntos a la piscina. En el agua creeríamos que somos
livianos. Podría enseñarme una coreografía aprendida en la
escuela, soy una taza, una tetera, y mostrar una gracia
imprevista debajo de la vergüenza. Yo a cambio le pondría vídeos
de zumba. Bailaríamos y tiraríamos las sillas y nos reiríamos y
nos haríamos cardenales. Luego se lo devolvería a su madre con el
flequillo sudado, y a mí me daría pena pensar en las
zancadillas que el futuro promete a las cosas pequeñas.
Pero me quedaría tranquila, porque yo
también nací con la marca de la torpeza. Una vez me topé en el monte con un corzo y se me quedó mirando como si no se asustara de mi presencia. Luego volvió al entresijo del bosque, una alegría muda en forma de saltos. No he vuelto a ver una criatura tan ágil.
Hasta las criaturas agiles dejamos de serlo con el paso del tiempo... Cosas de la edad...
ResponderEliminarUn par de besos.
Pero por suerte el tiempo también te ha enseñado a esas alturas a que esas cosas de la ineptitud no te hagan mella.
EliminarOtros cuantos para ti.