domingo, 14 de febrero de 2016

Barro en los zapatos

 
Salimos del coche, damos dos pasos y medio, y de pronto algo cambia. La normalidad se retuerce un poco, como si se mirara en un espejo de feria. Andar se vuelve un proceso denso y matemático que hay que resolver de algún modo. Asientas el pie derecho en el suelo, levantas el izquierdo y... simplemente confías: con suerte el suelo no se habrá movido; el mundo seguirá en su sitio; no te acechará ninguna sima. Miro hacia abajo y entonces lo entiendo: dos pasos han bastado para llenarme las botas de barro. Una cantidad exorbitante de barro pegajoso y pálido. Barro. Casi me había olvidado de lo que era, después de tantos meses acartonados.

A veces me asalta la sensación de que todo es inédito: cosas que sin duda he vivido se vuelven maravillosamente nuevas. Sospecharía de mi estado mental si Oliver Sacks no me hubiese informado de que esa sensación tiene un nombre. Jamais vu. Sí, lo contrario de la familiaridad repentina. Mi cerebro predispuesto a la migraña me expone a estos numeritos.

¡Barro! Moverse por un olivar encharcado es una experiencia: el suelo parece derretirse, los pasos quedan lastrados, y una oscila entre deslizarse y hundirse. Tengo las perneras manchadas hastas las corvas. El mundo se ha vuelto del color del agua donde se enjuagan los pinceles. Ni rastro de rojos, verdes o azules. Nunca me había topado con una ausencia tan flagrante de brillo. Me parece. Sé que es mentira, que he contemplado este paisaje desamparado mil veces, con el corazón en un puño. Pero hoy me parece otra vez nuevo y la compasión me puede.

Luego charlamos con un guarda de coto que se lamenta de que el campo suda veneno por todos los poros y de que cada vez quedan menos perdices y liebres. Cuando él era chico había cantidad de cigarrones y de águilas, bichos de todo tipo que caían de la alfalfa segada y que él coleccionaba como si fueran colecciones de cromos. Bandadas de calandrias.

Y mientras a mí me parece que la palabra calandria es bella como la primera vez de las cosas, pienso en lo bueno que es no reconocer a veces la propia experiencia. Ser a ratos una especie de aprendiz incorregible. El único lastre, en los zapatos. Convertirte en alguien sin añoranza ni historia.

4 comentarios:

  1. Usted está hablando del "Joyo". Una mierda de olivar que tenía mi familia y en cuanto caían tres gotas se converían en arenas movedizas.
    Me suena esa sensación. A mi de la lluvia me encantan los charcos, el barro... ¡Ni de niño! (Bueno de niño si.)

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    1. Hablo de la Andalucía que dormita lejos del mar y de las montañas. Y, sí, concretamente, de La Malahá y del Joyo. Parecen nombres de Hobbiton.
      ¡Los charcos son amor!

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  2. Calandria suena casi tan bonito como archibebe a aristocrática pacotilla, o pechiazul a cuento de hadas, o correlimos zarapitín a cosita fugáz entre montones de sal... ;-)

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    1. O curruca a vieja loca. O camaleón a greguería. Qué grande ere, compadre.

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