Salimos del coche, damos dos pasos y
medio, y de pronto algo cambia. La normalidad se retuerce un poco,
como si se mirara en un espejo de feria. Andar se vuelve un proceso
denso y matemático que hay que resolver de algún modo. Asientas el
pie derecho en el suelo, levantas el izquierdo y... simplemente
confías: con suerte el suelo no se habrá movido; el mundo seguirá
en su sitio; no te acechará ninguna sima. Miro hacia abajo y entonces
lo entiendo: dos pasos han bastado para llenarme las botas de barro.
Una cantidad exorbitante de barro pegajoso y pálido. Barro. Casi me
había olvidado de lo que era, después de tantos meses acartonados.
A veces me asalta la sensación de que
todo es inédito: cosas que sin duda he vivido se vuelven
maravillosamente nuevas. Sospecharía de mi estado mental si Oliver
Sacks no me hubiese informado de que esa sensación tiene un nombre.
Jamais vu. Sí, lo contrario de la familiaridad repentina. Mi
cerebro predispuesto a la migraña me expone a estos numeritos.
¡Barro! Moverse por un olivar encharcado
es una experiencia: el suelo parece derretirse, los pasos quedan
lastrados, y una oscila entre deslizarse y hundirse. Tengo las
perneras manchadas hastas las corvas. El mundo se ha vuelto del color
del agua donde se enjuagan los pinceles. Ni rastro de rojos, verdes o
azules. Nunca me había topado con una ausencia tan flagrante de
brillo. Me parece. Sé que es mentira, que he contemplado este
paisaje desamparado mil veces, con el corazón en un puño. Pero hoy
me parece otra vez nuevo y la compasión me puede.
Luego charlamos con un guarda de coto que
se lamenta de que el campo suda veneno por todos los poros y de que
cada vez quedan menos perdices y liebres. Cuando él era chico había
cantidad de cigarrones y de águilas, bichos de todo tipo que caían
de la alfalfa segada y que él coleccionaba como si fueran
colecciones de cromos. Bandadas de calandrias.
Y mientras a mí me parece que la palabra
calandria es bella como la primera vez de las cosas, pienso en lo
bueno que es no reconocer a veces la propia experiencia. Ser a ratos
una especie de aprendiz incorregible. El único lastre, en los
zapatos. Convertirte en alguien sin añoranza ni historia.
Usted está hablando del "Joyo". Una mierda de olivar que tenía mi familia y en cuanto caían tres gotas se converían en arenas movedizas.
ResponderEliminarMe suena esa sensación. A mi de la lluvia me encantan los charcos, el barro... ¡Ni de niño! (Bueno de niño si.)
Hablo de la Andalucía que dormita lejos del mar y de las montañas. Y, sí, concretamente, de La Malahá y del Joyo. Parecen nombres de Hobbiton.
Eliminar¡Los charcos son amor!
Calandria suena casi tan bonito como archibebe a aristocrática pacotilla, o pechiazul a cuento de hadas, o correlimos zarapitín a cosita fugáz entre montones de sal... ;-)
ResponderEliminarO curruca a vieja loca. O camaleón a greguería. Qué grande ere, compadre.
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