lunes, 28 de diciembre de 2015

Mentiras piadosas


       - ¿No quieres un bombón, mamá? Son de licor, tus favoritos.

Su madre lo mira entre divertida y perpleja, como si la idea de tener un hijo le resultara descabellada. Como si tuviera nueve años y la varicela, y necesitara permiso de la enfermera para comer cosas de mayores.

     - Sólo uno, Carmen, y me das el papelito, que luego lo ve el doctor y nos regaña.

A Pedro la enfermera le perturba. Su exagerada dulzura le parece la tapadera tras la que intenta radiografiarle el alma. Tiene la petulancia de los que conviven a diario con la putrefacción y la muerte, con el tipo de asuntos que los demás escondemos bajo la alfombra. Estar en la misma habitación que ella es como presentarse a un examen. Como si toda su ropa fuera transparente y ella pudiera ver dónde esconde cada chuleta.

Pero no puedes saberlo todo, se ríe Pedro para sus adentros, mientras desenvuelve un bombón y se lo pone a su madre en la mano. Ella se lo mete entero en la boca, lo muerde, y al principio sí, hace un gesto pequeñito de desagrado, que pasa pronto, antes de que la enfermera pueda darse cuenta.
 
     - ¿A que te gustan, mami? ¿A que siempre te han gustado?
 
Y su mami afirma, chutada de azúcar y con la cabeza ida, incapaz de acordarse de que en realidad los bombones de licor siempre le dieron asco. Ponía esa cara, si alguna vez por error cogía uno, como si en vez de coñac estuvieran rellenos de semen. Inmediatamente se lo escupía en la mano y se lo quedaba mirando como si hubiera sido humillada. 
 
Esta vez se lo traga y dice mmm con los labios arrugados, un ruido de pajarito. Qué le vamos a hacer, si no quedaban de los de avellana, piensa Pedro para espantarse la culpa. Como si fuera la primera vez que lo hace. Como si nunca hasta hoy hubiera hecho travesuras con la memoria de su madre. Como si no le hubiera recordado vacaciones que nunca existieron, ni juegos que ella nunca tuvo talento de inventarse, ni sacrificios al estilo de Los puentes de Madison.

Hace un par de meses hasta consiguió borrar la existencia de su hermano. Ella no paraba de llamarlo, cuándo viene mi Alfonso, dónde se ha metido mi niño; así una visita tras otra, y su niño que no aparecía; mejor que no lo esperase, a su Alfonso que puso tres países de por medio en cuanto empezó a quedar claro que su madre dimitía de sí misma. Consiguió convencerla de que sólo había parido un hijo, y ahora a él le da igual que a veces le llame Alfonso y otras veces le llame Pedro. 

Mira quién ha venido hoy, Carmen, dice a veces la enfermera, pero si es su Alfonsito. Y lo clava en el sitio con esa mirada aviesa.

jueves, 24 de diciembre de 2015

En Navidad sube el rape y baja el nivel

 
¿Qué, llevas tanto rato ya en la cocina que aborreces el acto mismo de la deglución? ¿Has chupeteado los langostinos del cóctel que reservarás a tu cuñada? ¿Tu primo te ha rellenado lo bastante el depósito de Licor 43 como para que calibres el grado de idiotez que tendría el fruto de vuestros restregones? ¿No puedes dejar de pinchar y cantar versiones castizas de La Gozadera?

Entonces la blogosfera está muerta (...Calasparra me lo confirmó...), y yo tengo permiso para perpetrar mi propia versión de un cuestionario que publica la revista Elle (...Santoña me lo confirmó...) y que Sara Carbonero le pasa al No Tan Inimaginable Presidente del Gobierno Bertín Osborne (...Brazatortas me lo confirmó...)

(No me preguntes cómo ha llegado a mis ociosas manos dicho cuestionario. Se titula, juiciosamente, Cuando nadie nos ve...)

¿Cuál es tu lema?
No pospongas la alegría”. Lo sabe cualquiera que me tenga entre sus contactos de Whatsapp. Ni el tiempo ni el hábito lo erosionan.
¿Qué te han enseñado los años?
A dejar de esperar.
Tu idea de la felicidad y tu gran miedo son...
Mi idea de la felicidad es que me salgan agujetas de risa en la barriga. No hacer cuentas de ausencias. Acostarme cansada de campo. Mi gran miedo es llegar a tener una idea fija de la felicidad.
¿Cuál es tu mayor pasión?
Comprobar que después de un día viene otro. No, los libros. No, la gente. No, toda esa fábrica perfecta de generosidad que es un árbol. Todo eso, amiguitos.
La banda sonora de tu vida es
¡Abultada y heterogénea! Pero si tengo que elegir, a Nick Cave y un viento flojo moviendo las hojas de un álamo.
¿Qué te inspira?
Ay, tengo la mano larga y los ojos como esponjas.
Si fueras un animal, ¿cuál serías?
Un abejaruco.
(A continuación, dos preguntas a propósito de canciones del último disco de Su Excelencia)
¿A qué te han acostumbrado a ti?
Al placer recíproco de la generosidad.
¿Con quién te irías tú a la Luna?
Los aviones me aterrorizan, así ya me lo puede suplicar M. Fassbender, que yo... Y además, ¿la Luna, ese erial sin croquetas ni hierbas?
Tu mayor extravagancia es...
Ponerme auriculares y la cara de escuchar a Satie, pero por dentro bailar reguetón.
Un viaje pendiente
Sólo hay que revisar la pregunta de la luna para saber que casi todos. Pero en caso de que me induzcan el coma, Oceanía. Así, al bulto. Ya que me pongo...
La cualidad que prefieres en las mujeres
Y en los hombres: la alegría. Quiero creer que no hay cualidades intrínsecamente femeninas.
El don de la naturaleza que te gustaría poseer es
El poder de renovación continua. La exuberancia. La ecuanimidad.
¿Cuál es tu prioridad en la vida?
Respirar.
 (Me salto dos preguntas relacionadas con la prole de Su Excelencia. Y sigo)
¿Quién es tu mejor apoyo?
Los dedos gordos de mis pies. Los libros. Y ya sabes.
¿Cuál consideras que es tu gran logro?
Aprender a conducir me costó un capital. Hacerle los mandados a mi madre sin ponerme roja. Dormir ocho horas seguidas junto a otro ser humano.
¿Cómo te ves de aquí a diez años?
Despreocupada de mí misma.
Un sueño por cumplir.
Aquí los huevos toreros de Su Excelencia declaran lo siguiente: “No he tenido los sueños, lo que quiero lo consigo”. Mi sueño es desarrollar semejante aplomo.
¿Qué no harías por nada del mundo?
Ponerme medias blancas. Comer cabello de ángel. Comprar amor con pena.
Si te perdieras, ¿dónde te encontraríamos?
En las nubes. A aquel rincón de Cádiz voy a encontrarme.
¿Cuál es tu momento favorito del día?
El despertar. Y después cuando llego del trabajo y digo “hola, casa”. Y cuando el colchón viscolástico nos abducen a mí y a mi libro.
¿Cómo te gustaría que te definieran?
Con una sonrisa.

lunes, 21 de diciembre de 2015

Muda

 
Ya ha leído unas cuantas veces que el año no comienza realmente en enero, sino en septiembre, como el curso académico. Como los coleccionables idiotas. Como el desconsuelo de programar el despertador de nuevo. Que ese es el verdadero zarpazo en el calendario.

Porque de nochevieja al día siguiente, ¿qué es lo que se renueva? Si la sospecha de ser cómplice de un delirio colectivo es la misma de todos los años. Si, para variar, has vuelto a comer o beber demasiado. Si la certeza de que no hay un hogar lleno de gente al que regresar con la mejor de tus intenciones y lo peor de tu impaciencia está ya pasadita de moda. Llegas al fin de diciembre empujando el año como Sísifo, pensando que tienes ahí mismo la cumbre, que todas tus cargas están a punto de despeñarse y que por fin vas a poder largarte a un spa a que te recompongan.

El cambio es una maniobra de marketing, y sólo los simples tienen fe en que sus listas de propósitos funcionen como norma para reinventarse. Hasta las instrucciones de montaje de Ikea son más útiles.

Por eso yo debo de ser muy simple. Tengo agarrada en las tripas una expectativa de muda. No sé tragarla ni escupirla. Es una especie de mandato. Algo que me exige que cambie y que ensaye soluciones imaginativas de mí misma. Y ando como los naranjos, en los que han vuelto a salir azahares: perpleja. No sé por dónde empezar a pasar el rodillo.

Hoy soy como uno cualquiera de nuestros políticos.

martes, 15 de diciembre de 2015

Alimento íntimo


Es fácil dar con una pepita de oro enterrada en el lecho internáutico, si tienes tiempo, constancia y un carácter afable respecto al aburrimiento. Y entonces, cuando limpias tu pepita y le sacas brillo y te embelesas, es fácil caer en la nostalgia de lo que vendrá cuando ya estés muerta. Porque has conocido otra manera de estar en el mundo, una en la que la red de relaciones era más estrecha, y las imágenes eran pocas, y un dios se arrogaba el monopolio de la omnisciencia. Naciste cuando la economía audiovisual no se había desbocado, y la materialidad de los medios limitaba hasta cierto punto el crecimiento de su burbuja.

Y si en el curso de tu vida el mundo ha cambiado tanto; si se te permite meter la cuchara en semejante exuberancia, ¿qué es lo que te tocará perderte? Qué visiones, qué inventos, qué nuevas puertas.

Pienso en eso al mirar las fotos de Matthieu Paley. Sólo un poquito. La nostalgia es una sustancia volátil que se disipa antes que la diversión del vino, y una no puede atender mucho a lo que no tendrá o no tiene cuando, sin más abracadabra, se abre la cueva del tesoro. Cuando en torno al sofá los baobabs empiezan a ramificarse, y el hielo usa la trama del gotelé para hacer encajes, y el Pacífico entero cabe en una habitación de tres por siete.



Podría hablar de esta como de cualquiera. Pero algo en ella me ha agarrado. Quizás la abundancia de piel. O quizás la manera tan fina en que captura lo que yo entiendo por alimento, y de ahí a un paso, lo que entiendo por felicidad. Mira la foto de la izquierda: repara en cómo ese perol de cosas algo asquerosas parece proteger el sueño del niño. Pega el oído para escuchar una especie de nana marina. Lo que vas a comer te hace como tu madre te hizo.

Pasa ahora a la de la derecha. Hasta ahora me ha costado no hablar de genitales, pero el mar los pone por todos sitios. Un cuerpo hermoso que agarra un pulpo, un botón fuera de sitio, la presencia del agua que amortigua y propicia... ¿Cuánto tiempo pasará antes de que lo que el hombre ha capturado forme parte de sí mismo? ¿Cuánto va a tardar la criatura en hacerse músculo? ¿Cuántas transformaciones sufrirá la carne del pulpo antes de convertirse en humana? Muy poco, muy pocas. Una debe de ser mejor persona cuando está expuesta a tanta frescura.

¿Y qué tiene que ver la felicidad con esto? Oh, vamos. Imagina que en vez de ir a la oficina, abrazas tu propio alimento. Imagina ese tipo de inmediatez, nutrirte de esa vecindaz con lo vivo. Imagina que en lo que comes late todavía un pulso.

Recuerda los mejores sabores de tu vida: la mandarina justo debajo del árbol, la nana apenas tarareada, los besos poco hechos.

Y luego agradece haber llegado a tiempo de Internet, pero mucho más de lo fresco .

sábado, 12 de diciembre de 2015

R.I.P.

 
Llegado el caso, puedes hacerte preguntas muy tontas, muy básicas. Y sólo cuando las respondes te das cuenta de que cuanto más estúpida es la pregunta, más esencial es la respuesta que obtienes a cambio.

Puedes preguntarte, por ejemplo, qué es un gato. Y responder que un gato es un mamífero de pequeño tamaño que comparte espacios con el ser humano y cuyo sentido vital intrínseco es mantener un nivel de comodidad digno. Ese gato que se supone doméstico parece consciente de sí mismo de una manera que, si no apestase a antropocentrismo, podrías llamar humana: persigue con denuedo su bienestar individual, no el de su especie. Busca fuentes de calor como los animales salvajes alimento. Y se limpia tanto, se atusa con empeño tan admirable, que es como si tuviera una noción lúcida de su propio aspecto.

Puedes preguntarte: un gato sucio y desastrado, ¿sigue siendo un gato? Uno que no saca tajada de su convivencia con las personas, ¿ha dejado expresar su propia naturaleza? Un gato que da pena verlo, ¿querría seguir siendo gato?

Y responder que, por muchas preguntas que te hagas acerca del otro, jamás podrás llegar a saberlo. Que todas las respuestas serán siempre rehenes de tu propia conciencia. Y que el mayor drama del ser humano es que su capacidad de razonar es como una bayeta vieja que deja más mierda de la que quita.

No puedes saber lo que está pensando realmente la persona junto a la que duermes.

Ni si ese desconocido que está comprando sardinas mira a veces su calle con ojos de naúfrago.

O si sufre de veras el animal que no se expresa ni con letargo ni con gemidos.

Uno se relaciona y aprende a tomar decisiones en base a lo que elabora su propia conciencia, y el mundo entero se convierte así en su propio teatro de guiñoles. Tu pareja piensa lo que tú crees que piensa. El desconocido se siente quizás tan perdido como tú misma. El gato sufre porque ha dejado de hacer y de ser lo que de él esperas.

Y así empiezas preguntándote si Vito, el gato sucio y enfermo, no tenía de verdad otra salida que la del sacrificio, y respondiéndote que vivir usando herramientas humanas es un asunto inseguro.


Vito, que a veces ponía cara de preguntarse mucho.

martes, 8 de diciembre de 2015

Qué modorra


No me importaría que alguna de mis personalidades posibles estuviera dotada de perspicacia. Sería tan bueno saberme dueña de un intelecto riguroso y fiable. Ser capaz de interpretar fácilmente la realidad, ese cuadro cubista plagado de cosas rotas, perfiles simultáneos y ojos donde tendrían que estar las tripas. Despiezar en lotes comprensibles lo que pasa. Resolver ecuaciones de tercer grado sin perder nunca de vista la incógnita relevante. Penetrar hasta la médula en el comportamiento de grupos y personas. Tener respuestas ágiles, argumentos elegantes, opiniones sólidas.

Al menos durante media hora estaría bien probar a ser analista político. Llevar en la solapa un brillante doctorado en literatura comparada. Escribir artículos dandis para alguna revista en blanco y negro. Aunque en realidad me conformaría con saber razonar con injundia. Profundizar un poco más allá de la superficie.

En vez de eso, trato de comprender y me duermo. No hay manera de evitarlo: siempre me distraigo con el paisaje. Las palabras que no salen de la víscera me entontencen. Los alegatos no pueden arraigar en mis lustrosas circunvoluciones cerebrales. Entre una frase y otra los detalles empiezan a hacerse grandes: la coleta que se esgrime como un crespón en el brazo; una boca que nunca ha sido tan fucsia; una gesticulación de niño vestido de marinerito; la aterradora sonrisa de replicante. El porqué de las apariencias. La persona impenetrable que se esconde tras el discurso.

Atiendo al dominó político con una sensación creciente de haber perdido el mapa. Me subo la mantita hasta el cuello, y poco a poco las palabras se van convirtiendo en ese trino mañanero a pesar del cual intentas volver a dormirte. No sé lo que de verdad quiere decir esta gente. Carezco de ese tipo de agudeza.

Además la estrategia me ensucia la sangre. Sé que esa es una piedra de toque de la inteligencia. Pienso en el ajedrez. Pienso en la astucia erótica. En la seducción entendida como campo de maniobras militares. Seré quizás simple, pero a mí todo eso me aburre. Tras diez minutos de debate mi cabeza anida en hombro ajeno. Sólo la franqueza sabe mantenerme despierta.

sábado, 5 de diciembre de 2015

Qué vieja

 
Cumplo otro año, y sigo sin poder arrancarme la sensación de que mi juventud se estancó al principio, se quedó varada y sigue aleteando en una orilla sin fondo, incapaz de nadar mar adentro y de alejarse del número de años que tengo. Hago cuentas, y me siento tan novata o tan intacta como hace diez o hace veinte.

Pero es una sensación falsa. Un amaño de mi modo de desentender el tiempo.

Porque, madre mía, cómo ha ido cambiando el contexto. Y con cuántas capas de abrigo he ido arropando a esa principiante que realmente soy. Tengo anillos como un árbol. Cuéntalos si me derribas. Algunos son anchos, otros son estrechos, según la bondad relativa del medio. Me adapto a él como puedo.

Hace diez años, por poner un ejemplo idiota, no había grupos de whatsapp. Que los espíritus austeros sigan gimiendo de nostalgia. Oh, sí, las relaciones han perdido peso. La inmediatez nos aupa a un carrusel de caballitos borrachos. Agarráte bien si no quieres salir despedido. Hace como diez años, en un día como ayer, mis parientes y algún amigo me llamaban para felicitarme. Me dedicaban esa pequeña porción de su tiempo. Si son como yo, hacían un esfuerzo. Ahora me mandan un breve mensaje de texto con un montón de muñecos besucones y serpentinas que estallan.

Y yo digo: bendito sea el whatsapp.

Hace unos diez años el teléfono arañaba el aire como una tiza sujeta con saña. Tenía que dejar lo que estaba haciendo para no ser maleducada. Anotaba mentalmente cada cliché con ternura. Las bromas blancas acerca de la cuesta abajo, los buenos deseos, la enumeración cada vez más corta y pragmática de regalos. Cada vez colgaba el teléfono con peores presagios. Había que volver a empezar desde cero una amistad que no despegaba. Cada vez estaba más lejos de la persona que tenía al lado.

Hace como diez años, Lisboa deslumbraba y la persona en cuestión sonreía lateralmente, como si tuviera una cicatriz de navaja en el labio. Después de unas cinco llamadas preguntó si es que mis familiares estaban preocupados. Si se estaban asegurando de que no flotara ya boca abajo en el río que no lo parece. Se había olvidado de que era mi cumpleaños, y yo no me atreví a recordárselo. Por la cara que fue poniendo, se pensaría que cumplía siete.

Hace todo ese tiempo, me terminó doliendo cada telefonazo. Cada uno de los kilómetros que me separaba de la gente que sí me quería. El día anterior había conducido setecientos para pasar una semana con la persona de la sonrisa homicida. Me quedaban seis días por delante, y no fui capaz de irme con viento fresco a comer açorda y mirar gaviotas desde los acantilados. De verdad parecía que tuviera siete.

Y ahora... Las felicitaciones por whatsapp son una chiquillería dulce que impide que la distancia haga daño. Nada de voces sin boca para besarte. Ahora he aprendido de manera instintiva a estar cerca de lo que me importa, como sea. Qué distinta, y qué viva. Qué mayor soy ahora.


"Mira por dónde anda ahora la muchacha triste que nos hizo esta foto."

miércoles, 2 de diciembre de 2015

Lo mucho cansa

 
Hay gente tan buena, tan buena, que a veces te mata. No es que te desarme o te deje sin palabras, ni que su sola presencia funcione como el limpiahogar perfecto, que purga, desinfecta y abrillanta. Es que, así como suena, te seca la médula; te debilita; te roba la sustancia. Queriendo dártelo todo, todo te lo quita. Con lo contrario de la alevosía. El léxico penal carece de nombre para ciertas circunstancias agravantes.

Es ese tipo de gente que se borra proactivamente en cualquier interacción que suponga un intercambio. Personas que se vacían para ti, se desactivan, cortan uno a uno los cablecitos de colores de sus deseos o necesidades, quizás por miedo a que la bomba de su personalidad inédita estalle. Si dices “qué sed”, se dan patadas en el culo para buscarte un vaso de agua. Si elogias sus pendientes, se los quitan y te los regalan. Obsequian de un modo tan desproporcionado que no es raro que sientas que los estás saqueando. Sin quererlo, te convierten en un parásito.

Negándose a ellas mismas, te niegan. Te vacían, te desactivan, cortan los cablecitos de colores de lo que puedes hacer tú mismo. Sirviéndote, te despojan de brío. Protegiéndote, te vuelven blando. Junto a ellas eres una cosita decorativa y frágil. Un jarrón de porcelana china. Un bebé de sesenta kilos. Un patricio a la caída del imperio romano.

Pero lo más incómodo es que al romper el equilibrio del toma y daca, transformando el intercambio en desahucio, extirpan lo mejor de ti mismo: tu propia capacidad para ser desprendido. Cuando tú eres siempre el regalado, no se te concede ser altruista. Cuando alguien se apropia de la generosidad abusivamente, la reciprocidad muere y tus opciones de dar se limitan.

No, un momento, lo más incómodo, lo que de verdad te enerva es que no se puede negociar con ellas. No puedes reprocharles nada sin que te miren como si fueras un ogro. No es fácil encontrar réplica cuando con los ojos y con el más pequeño de sus actos te están expresando su amor. Ser un ídolo no es gracioso. Y menos si tu propio caudal de entrega se echa a perder mientras tanto.

La salud del ecosistema requiere que haya depredadores, pero también que las presas cuenten con mecanismos de escape. Imagina si los leones tuvieran siempre a tiro unas complacientes gacelas. Si estas se metieran entre sus colmillos de manera enfermiza. Una manada de leones obesos no tardaría en volverse ecológicamente inservible. Sin control, la población de gacelas se dispararía, y con ello, las enfermedades por hacinamiento, la explotación de recursos, hierba esquilmada, arbustos ratoneados, toda esa mierda en cadena.

Entre los que se quieren es necesario igualmente un nivel mínimo de egoísmo. Una mínima protección de la personalidad de cada uno. Esto que digo no es cinismo, sino perogrullada de parvulitos: ser muy buena persona puede ser antiecológico.