miércoles, 25 de noviembre de 2015

Mi juego entre el rojo y el verde

 
Semáforos, semáforos por todas partes, semáforos hasta para entrar en tu cuarto de baño; semáforos que te congelan la sangre, te hierven la sangre, te coagulan la sangre. Árbitros de la convivencia urbana, odiados como señores altivos con apellido compuesto y silbato. A las tres de la tarde, una fantasea con la idea de pasarse a la kale borroka. Afinar la puntería en cada disco rojo hasta que Granada adquiera un aire del desenfado circulatorio de El Cairo. ¡Semáforos! Represores del animal humano; enemigos del paso.

Frenas, avanzas unos metros; frenas, avanzas. Reconoces que en realidad ese es el ritmo natural del aprendizaje, pero ¿está tu cuerpo a esas horas para sutilezas? El ámbar pasa a rojo con una sonrisa depredadora, casi, y tú, con tu anatomía diseñada para gloria del bipedismo, te conviertes en gato al que le impiden afilarse las uñas; perdiz que canta machacona en su jaula; perro que se queda encerrado todo el fin de semana en un piso.

Hay algo sospechoso en esta dependencia patológica del semáforo, una especie de entendimiento tenso, un escepticismo radical hacia la capacidad de los ciudadanos para autorregular su tránsito. Lógico, por otra parte: la gentilidad de saber ceder el paso no es un talento generalizado.

Pero me he inventado un juego para neutralizar la trombosis del tráfico. Cada vez que el coche se detiene, me meto dentro de los peatones. Los poseo. Uso sus piernas nerviosas o mansas. No es que los haga míos: los hago yo. Soy esa madre que por deformación vital no sabe andar ya al paso zigzagueante de su hijo de cuatro años. Soy el treintañero que se siente un poco ridículo dentro de sus flamantes vaqueros elásticos. Soy el viejo que apoya su mano sobre el hombro de su esposa, desamparo disfrazado de cuidado.

Los viejos me gustan mucho. Siempre es sorprendente encontrar en ellos ese empecinamiento de seguir a pesar de la maraña de dolores entrecruzados, el rencor del declive, la calma de haber dejado atrás la prisa.

Soy, con más compasión de la que el juego pide, cada estudiante universitaria de segundo año: reconozco rápidamente la mirada desvalida de cuando la novedad del cambio se acaba y comienza la era de la expectativa incumplida y la obligación de convertirte en alguien.

Penetro a contracorriente en los cuerpos masculinos. Al principio me cuesta un poco adaptarme a su paso franco y sin ochos, los brazos tranquilamente liberados del fantasma del bolso.

Busco con avidez a los que corren. Abuso de sus pulsaciones. Hago equilibrios con ellos entre el placer y el pa' qué, la arrogancia y el desmoronamiento inminente. Mis pulmones hinchados como banderas arden de partículas diésel. Cada vez que apisono la acera, se comprimen mis cervicales. Me dan ganas de comerme un bocadillo de queso de un metro.

Y por más que lo intento, nunca consigo entrar del todo en el cuerpo mugriento de la mujer que duerme en el parterre. No soy capaz de apropiarme de su adaptación al frío y su sueño inexpugnable. La veo pararse junto al contenedor de la frutería, sacar un tomate pocho y comérselo ahí mismo, y no, no consigo que nuestro estómago pordiosero se calme.

Cuando la encuentro, el semáforo siempre cambia a verde demasiado rápido.


4 comentarios:

  1. Me ha encantado. Qué arte y qué creatividad sacar un texto tan rico de algo como un semáforo.
    Enhorabuena.
    Besos

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    1. ¡Voy a tener que pagar todos tus gastos anuales en tarta Sacher! Si, como yo, tienes la suerte de no ser diabética, celíaca o preocupada por la dieta.

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  2. La ventaja de ir en bicicleta es que no hay semáforos rojos. Claro que me pierdo este tipo de cosas. No estoy muy convencido de que eso de "poseer" a los peatones sea muy acertado. La última vez que lo probé una señora de treinta y tantos me dio tal hostia que se me fueron quitando las ganas.

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