Semáforos, semáforos por todas partes,
semáforos hasta para entrar en tu cuarto de baño; semáforos que te
congelan la sangre, te hierven la sangre, te coagulan la sangre.
Árbitros de la convivencia urbana, odiados como señores altivos con
apellido compuesto y silbato. A las tres de la tarde, una fantasea
con la idea de pasarse a la kale borroka. Afinar la puntería
en cada disco rojo hasta que Granada adquiera un aire del desenfado
circulatorio de El Cairo. ¡Semáforos! Represores del animal humano;
enemigos del paso.
Frenas, avanzas unos metros; frenas,
avanzas. Reconoces que en realidad ese es el ritmo natural del
aprendizaje, pero ¿está tu cuerpo a esas horas para sutilezas? El
ámbar pasa a rojo con una sonrisa depredadora, casi, y tú, con tu
anatomía diseñada para gloria del bipedismo, te conviertes en gato
al que le impiden afilarse las uñas; perdiz que canta machacona en
su jaula; perro que se queda encerrado todo el fin de
semana en un piso.
Hay algo sospechoso en esta dependencia
patológica del semáforo, una especie de entendimiento tenso, un
escepticismo radical hacia la capacidad de los ciudadanos para
autorregular su tránsito. Lógico, por otra parte: la gentilidad de
saber ceder el paso no es un talento generalizado.
Pero me he inventado un juego para
neutralizar la trombosis del tráfico. Cada vez que el coche se
detiene, me meto dentro de los peatones. Los poseo. Uso sus piernas
nerviosas o mansas. No es que los haga míos: los hago yo. Soy
esa madre que por deformación vital no sabe andar ya al paso
zigzagueante de su hijo de cuatro años. Soy el treintañero que se
siente un poco ridículo dentro de sus flamantes vaqueros elásticos.
Soy el viejo que apoya su mano sobre el hombro de su esposa,
desamparo disfrazado de cuidado.
Los viejos me gustan mucho. Siempre es
sorprendente encontrar en ellos ese empecinamiento de seguir a pesar
de la maraña de dolores entrecruzados, el rencor del declive, la
calma de haber dejado atrás la prisa.
Soy, con más compasión de la que el
juego pide, cada estudiante universitaria de segundo año: reconozco
rápidamente la mirada desvalida de cuando la novedad del cambio se
acaba y comienza la era de la expectativa incumplida y la obligación
de convertirte en alguien.
Penetro a contracorriente en los cuerpos
masculinos. Al principio me cuesta un poco adaptarme a su paso franco
y sin ochos, los brazos tranquilamente liberados del fantasma del
bolso.
Busco con avidez a los que corren. Abuso
de sus pulsaciones. Hago equilibrios con ellos entre el placer y el
pa' qué, la arrogancia y el desmoronamiento inminente. Mis
pulmones hinchados como banderas arden de partículas diésel. Cada
vez que apisono la acera, se comprimen mis cervicales. Me
dan ganas de comerme un bocadillo de queso de un metro.
Y por más que lo intento, nunca consigo
entrar del todo en el cuerpo mugriento de la mujer que duerme en el
parterre. No soy capaz de apropiarme de su adaptación al frío y su
sueño inexpugnable. La veo pararse junto al contenedor de la
frutería, sacar un tomate pocho y comérselo ahí mismo, y no, no
consigo que nuestro estómago pordiosero se calme.
Cuando la encuentro, el semáforo siempre
cambia a verde demasiado rápido.
Me ha encantado. Qué arte y qué creatividad sacar un texto tan rico de algo como un semáforo.
ResponderEliminarEnhorabuena.
Besos
¡Voy a tener que pagar todos tus gastos anuales en tarta Sacher! Si, como yo, tienes la suerte de no ser diabética, celíaca o preocupada por la dieta.
EliminarLa ventaja de ir en bicicleta es que no hay semáforos rojos. Claro que me pierdo este tipo de cosas. No estoy muy convencido de que eso de "poseer" a los peatones sea muy acertado. La última vez que lo probé una señora de treinta y tantos me dio tal hostia que se me fueron quitando las ganas.
ResponderEliminarBúho de grandes ojos semafóricos, eres un caso.
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