domingo, 8 de noviembre de 2015

Medicina

 
Y yo, que carezco de sentimientos religiosos; que voy tirando del carro de mis días sin que un sentido último me azuce; que no soy capaz de meter en la misma frase trascendencia y materia; yo, que encuentro asiento más o menos cómodo en la aleatoriedad y en la falta de esquema de las cosas, salgo por fin del coche y la última de mis células entiende el significado de la reverencia.

Realmente no hay nada ante lo que arrodillarse. No hay una montaña majestuosa que aplaste desde la distancia lo presumida que pueda sentirme por formar parte de mi especie. No hay una geometría perfecta en el paisaje. Sólo pinos retorcidos, víctimas apasionadas de un pasado en el que sangraron resina; y parcelas de cultivo abandonadas en las que un par de membrillos arratonados se empeñan en seguir dando fruto; y matas de romero y tejas rotas y unas cuantas ruinas. Pero hay algo. Una especie de...turgencia: en otoño, a las cinco y media de la tarde, el campo tiene la cara llena y plácida y la fe de una mujer preñada.

No hay silencio, pero en cuanto pongo las botas en el suelo me siento inmediatamente aliviada. Como si me hubiera tomado una poción mágica. Y no me había dado cuenta de que estaba enferma. Es como cuando un masajista te toca y dice ¿ves? aquí, aquí y aquí estás tensa, y a ti te da una poca de vergüenza, porque esa tensión en el cuello, esa manera de impedir que las piernas caigan y se fundan con la camilla, son tu manera natural de estar en el mundo, tu vicio pasado por alto. A mí el espacio silvestre me aplaca. Me desatornilla la mandíbula. Debería hacer algo con esa información tan simple. Lo sé y siempre se me olvida.

No hay una belleza de revista, ni siquiera de Instagram o de Facebook, pero a mí me dan ganas de llevarme una muestra a mi casa. Una piña vieja, un trozo de raíz nudosa, un puñado de grava blanca de una barranquera, el plumero de esparto donde el atardecer se demora. Lo pondría todo en mi mesilla de noche. Para no olvidarme nunca de lo que me importa. Total, hay gente que se arrima cosas peores: las muelas en un vaso, una estampita de San Pancracio, el móvil.

No hay un bosque regio que le dicte órdenes al residuo pagano de tu conciencia. Nada que te atemorice un poquito o te absorba. Hay un álamo que se deshace, un borrón de amarillo que gotea con cada hoja que cae bailando. Me enamora eso: el instante en el que la hoja sabe que ha llegado el momento de dejar de aferrarse. Hay un nogal, y quién se resiste a rebuscar entre la hojarasca. Cuando alzo la vista, toda avidez y gozo, me estás mirando con la sonrisa que destinas a los cachorros. Mi botín asciende a siete nueces. Hay algo muy antiguo en el placer de partirlas con una piedra y llenarte la boca de árbol, de estaciones que llegan y pasan, de cosa no manipulada.

Y hay... mira, mira esas cabras montesas. Tan entregadas a su pasto que no se han percatado de nuestra presencia. Ávidas y gozosas...Descuidadas de guardar el secreto. Pronto pisaremos algo ruidoso y se acordarán de que no deben confiar en criaturas bípedas. Moverán sus cuerpos cerro arriba con un garbo inimaginable a primera vista.

Y entonces quizás pensemos que lo que nos cura de lo silvestre es su apariencia terminada e íntegra: las cosas son ya su potencia, sin esfuerzo permanente de mejora. Miraremos huir a las cabras envidiando su dominio del movimiento, y no se nos ocurrirá pensar “pobre, no eres ni un quince por ciento de lo que podrías”. 



 

6 comentarios:

  1. Anónimo entre comillas10 noviembre, 2015 23:17

    Creo que esta noche me ha emocionado especialmente lo que cuentas porque sé que yo contaría algo parecido si supiera hacerlo.
    Debería hacer algo con esa información tan simple...

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    1. Pues te lo agradezco más todavía que otras veces, porque...tengo muy cerca de mi corazoncito este texto que habré escrito unas cien veces de cien maneras.

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  2. Oye, Silvia... creo que nunca te he dado las gracias por incluirme entre tus "Paseos", ¿verdad?
    Me hace mucha ilusión estar ahí, a la izquierda.
    Unos besos.
    Sparkling

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    1. ¡¡Es que haces mucha compañía!!

      Otros pocos de besos.

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  3. Tú... y las cabras...¡ay!

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