jueves, 12 de noviembre de 2015

Gandula

 
Me paseo por casa con sandalias de playa y calcetines, como un jubilado de Cardiff en Nerja, sólo por no tener que bajar las zapatillas de invierno del altillo.

Vestidos ligeros y tirantes, pantaloncitos de tela que apenas escondían el bikini, siguen encastillados en mi armario. Bendita esta escaramuza de cambio climático.

La pelusa que vive en el inframundo bajo de mi cama ha empezado a organizarse socio-políticamente. Creo que han dejado atrás una economía de subsistencia y empiezan a crear estructuras agrícolas.

Duermo con mallas de gimnasio para no tener que buscar esa prenda turbadora que es el pijama.

El resto de mallas está tan dado de sí que, si me comparo con las valquirias que nunca sudan, soy Betty la fea en versión fitness.

Si declaro que al menos el quince por ciento de las piezas que componen mi uniforme ha conocido la plancha miento descabelladamente. Como un candidato.

Hasta que no me acerque a ese templo de la cosmética púdica que es mi farmacia, en busca de la Loción Corporal Prodigiosa, mis tibias conservarán su apariencia levemente escamosa.

Creo que en total habré desperdiciado como un semestre de vida esperando a que mi portátil arranque. Desde que lo asperjé con té, sufre y rehúye sus responsabilidades como un niño en su segundo día de escuela. La juiciosa idea de sacarle toda su médula y dar con un servicio técnico que lo ponga a punto o le dé el viático simplemente me marea.

Todas mis tortillas terminan en revueltos. No necesariamente por torpeza.

Me invento viajes y fondeo en la nostalgia de lugares verdes con tal de no hacer la maleta.

Cada vez que tengo que buscar aparcamiento creo merecer una peonada.

Ya ni me paro a pensar por qué hago o dejo de hacer ciertas cosas que cualquiera sólo un poco menos indolente entendería como lastres para el normal desarrollo de la persona.

Si me pusiera, tal vez podría imaginar alguna historia no demasiado necia. Dejar de castigar a mi prójimo con chorradas.


Pero en vez de ponerme con cualquiera de estas buenas acciones, me derrumbo en la cama. Miro el blanco del libro hasta que me duelen los ojos. Invento constelaciones de gotelé. Subo piernas y brazos como una medusa desquiciada. Tengo el demonio de la pereza adentro. Y no me apetece ni un poquito llamar al padre Karras.

Pero, ¿y si la galbana fuera una brújula? Si la dejara que me apuntase, toda remolona, la dirección de mi marcha. ¿Me revelaría algún mensaje? ¿Que todo está bien como está, por ejemplo, la ropa sin ordenar, los deberes medio hechos, los planes en latencia? ¿Que estoy a gusto en el medio de todo, con un montón de platos chinos puestos a girar? ¿Que no necesito estructura ni vértebras? ¿Que tengo un elevado nivel de contento basal?


3 comentarios:

  1. Lo que tantas veces hemos dicho: La vida es menos transcendental de lo que nos empeñamos en hacerla parecer.

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  2. No tiene nada de malo una pereza enorme pero transitoria, nada de nada.
    A disfrutar.

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