viernes, 30 de octubre de 2015

Dejadlos andar

 
Los maldigo cien veces mentalmente, pero antes de atreverme a verbalizarlo, doy un repaso a mi memoria. Por eso de la legitimidad. Y no, no recuerdo que mi padre viniera nunca a recogerme en coche al colegio o al instituto. Jamás. No tengo imágenes siquiera de mi madre esperándome bajo un paraguas, liberándome de la mochila, metiéndome prisa para llegar a casa, regañándome por meterme en los charcos.

Me recuerdo en cambio andando por la calle Victoria de Málaga, probablemente sola, probablemente con mi hermana. Recuerdo que en mi camino pasaba por una panadería que se llamaba La Biznaga y que a la ida siempre olía a grasas vegetales persuasivamente venenosas, a chocolate derretido y a amor de los malos. Recuerdo en el mugriento escaparate de una papelería un manojo de bolígrafos Bic naranja que nunca menguaba; yo los miraba con ese tipo de piedad displicente que se dedica a las cosas que son un poco más que humildes y un poco menos que cutres. Recuerdo perfectamente que mi aula estaba en un piso anejo al colegio, un piso muy rancio, muy mohoso, muy Fortunata y Jacinta. Tal vez al separarse de mí y encaminarse al bloque general, con su patio de recreo y sus murales, mi hermana me mirase como yo miraba aquellos bolis. Recuerdo, y en realidad esto no viene al caso, que el piso era de madera y crujía y que era inevitable no creer en esa historia de que si repetías tres veces el nombre Yolanda una fantasma se te aparecía.

En fin, que me recuerdo yendo sola al colegio con la certeza de los libros de Historia. Debe de ser verdad entonces. Y recuerdo que igual que yo había otros. La calle era un río de niños, diez minutos antes o después de que la sirena del colegio zumbase.

Pienso esto mientras espero a que se deshaga el coágulo de coches en doble y triple fila que colapsa la rotonda cerca de la que vivo. Sube la marea de niños uniformados. Sus padres los esperan sentados echándole un vistazo al móvil, confiando en que las luces de emergencia los absuelvan. Ocupan los carriles, las esquinas, las aceras, y hasta que no recojan a sus retoños, yo no podré aparcar mi coche, despojarme de mi uniforme, o girar la llave de mi puerta gritando como siempre ¡hola, casa!

Y pienso en qué puede haber pasado a lo largo de los últimos treinta años para que las ciudades se hayan convertido en un hábitat hostil para los niños a los que nadie recoge. Cualquiera de las hipótesis que se me ocurren hace daño. El miedo de los padres a que a sus hijos les pase algo. Un nivel de sobreprotección aberrante. La aceptación de que andar es también una de esas cosas sólo un poquito menos que cutres. El desalojo de los centros urbanos a favor de una periferia que avanzó como la metástasis hasta que la crisis inmobiliaria la contuvo. Un modelo educativo que promueve el elitismo y deshace la cohesión de los barrios. Si mamá y papá tienen coche, ¿importa algo que un crío viva a diez kilómetros de su cole?

Pues vaya si importa. Y no sólo pasa en mi rotonda. No sólo la circunvalación de Granada es, a las ocho de la mañana, otro círculo del infierno de Dante. Pasa en tu ciudad igual que en la mía, en el hemisferio sur y en el norte. El niño que va andando solo al colegio es una especie en extinción que debería ser protegida por tratados internacionales. Es una muestra de refinada adaptación de un animal a su medio. Un síntoma de la habitabilidad general de las ciudades. Es también una inversión en salud psíquica: el niño que no necesita ser recogido entrena cada mañana una autonomía robusta. Depende menos de sus padres. Se ve obligado a prestar más atención a lo que le rodea. Basa su movimiento cotidiano en la confianza. Como el colesterol bueno, desastaca las calles.


4 comentarios:

  1. Y qué decir cuando eso pasa en un pueblo de poco más de tres mil habitantes, en el que la travesía de un extremo a otro no te lleva más de quince minutos.

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    1. Eso es ya para armar un escuadrón de retroexcavadoras y convertir en harina la Meseta.

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  2. Anónimo entre comillas01 noviembre, 2015 22:40

    Creo que además de todas las razones que expones para dar con la explicación a esa barbaridad, que ellos -los padres-, asumen como normalidad, está la de que hacen lo mismo con todo lo que rodea a los niños: esa sobreprotección, ese dárselo todo masticado, en puré, sin piel, sin espinas...¡Si son capaces de poner el despertador o esperar en el sofá a que sean las tantas de la madrugada para ir a recoger "a los -eternos- niños cuando terminan el botellón de turno! ¡Así les va a muchos luego!

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    1. "Un nivel de sobreprotección aberrante". Ahí estaba, queridita. Yo pienso, desde mi perspectiva de mujer con útero infrautilizado, que con los niños está pasando lo que con la fruta madurada en cámara, artificialmente: muy bonita, muy cuidada, pero completamente insípida y vacía de nutrientes.

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