jueves, 17 de septiembre de 2015

Escoger un abuelo

Su rostro en blanco y negro me recuerda esta vez a alguien. La frente panorámica, esa nariz robusta y, sobre todo, la oreja despegada y generosa, capaz de moverse a su aire y captar todas las conversaciones en un bar de camioneros. Después de acabar un libro me gusta verle la cara, las manos y los modos a aquellos escritores a los que quiero. No a los que admiro ni envidio, que también, sino ante todo a los que quiero. A los que irradian el calor de la piel humana. Treinta y seis grados centígrados, más o menos.



Y ahora, después de cerrar A un dios desconocido como quien no sabe despedir a un amigo en los umbrales, me doy cuenta de que hay algo en la cara de Steinbeck. De repente me parece que llevo escritas en mis células esa frente y esa oreja. Un texto y una orden que mi cuerpo terminó ignorando. Pero ahí están, esperando una oportunidad cada vez más improbable de que me reproduzca para copiar los rasgos de la familia de mi madre. Miro la cara de Steinbeck y me recuerda un poco a mi tío. Sigo mirándola y jugueteo con la idea de que podría haber sido mi abuelo.

A mi abuelo John los niños tal vez le pusieran nervioso, pero ahora que no me escuchan ni mis primas ni mi hermana, a mí me habría tolerado por ser una niña callada y terca. Me habría descubierto alguna vez mirando muy seria los remolinos de un arroyo, o espiándolo en sus ratos de trabajo. Habría traído a casa los libros que leí demasiado pronto, cuando no tenía edad para comprender que no era la mala suerte lo que impedía a Ulises volver a su casa, sino el hambre de expectativa, el vicio de estar echando de menos siempre. Como el tío al que me recuerda, mi abuelo John se reiría con carcajadas de tinaja al darme a chupar limones, y se le pondría un corazón de sugus al pasarme la lección de los cuentos y escucharme recitar la ruta del Viaje al centro de la Tierra.

En algún momento de tristeza, mi abuelo John decidiría hacer algo conmigo y sacarme de mi maceta. Era ese tipo de personas que detestan los bonsais y los jilgueros domésticos. Hubiera querido enseñarme las cosas que unos padres no se atreven o desconocen, paralizados por el dolor del cuidado o por su propia inexperiencia. Habría considerado que una dieta compuesta sólo de libros no es lo bastante equilibrada para que un niño crezca corresctamente. Me habría entrenado para adueñarme de pies y manos. Para trepar a los árboles antes de que me creciera la conciencia, pescar y ensuciarme de barro. Nos habrían regañado a los dos por salir sin paraguas al campo.

Como a Charley, tal vez me hubiera llevado de viaje, y me hubiera tratado con una misma deferencia tierna y jocosa. Yo sería su servilleta de bar donde anotar ocurrencias, el cuaderno en el que dejar escrito un credo. Callándose en el momento oportuno, fundiendo su catecismo con el paisaje. Soltando cosas que tampoco entendería yo del todo, pero que irían colonizandome muy adentro.

Me diría: cuando seas mayor, que no te dé miedo entregarte. 
Me diría: no te creas la mitad de los cuentos.
Me diría: no te avergüences de mear agachada.
Me diría: no te atrincheres ni te des importancia.
Me diría: si atiendes más de lo que esperas ser atendida, escribirás bien y serás buena gente.
Me advertiría del poder y de la insignificancia de las palabras. 
Me enseñaría ante todo a ser compasiva.

Y como no me lo dijo todo eso de niña, es por lo que ahora lo leo.

7 comentarios:

  1. Gracias bonita. Me lo apunto.

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  3. Anónimo entre comillas20 septiembre, 2015 23:07

    A mí se me ha puesto el corazón de sugus al leerte.
    A ver qué me dice el abuelo John...

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    Respuestas
    1. Este verano también he leído "El autobús perdido", y me noqueó. Qué manera tierna de comprender a sus personajes.

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  4. Cómo me gusta leerte... Me quedo.

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  5. Encantada de recibirte!! Y si a cambio me recibes tú en Cai, mucho mejor.

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