A veces me quejo porque no llego tan
adentro de las cosas como quisiera. Por timidez, por falta de
atención, por pereza. Porque conservo todavía restos de un talante
somnoliento. Leo rozando apenas la verdad cruda de las historias.
Incido sobre las personas como el sol de invierno. Me hago dueña de
mi experiencia más que nada en la memoria. Resbalo plácidamente por
el tiempo.
A veces echo de menos ser más
penetrante, más viril, más aguda. A veces solamente. Cada vez
menos, de hecho. En cambio, con las superficies me voy entendiendo de
maravilla.
Hace unos días digería un portentoso
choco en salsa tumbada en un área recreativa. Mis tripas estaban
contentas. Soplaba una brisa atlántica que era como volver a tener
hambre después de una gripe. En mis ojos todo se movía al ritmo del
sexo entre ballenas: las ramas del alcornoque que me daba sombra, la
hierba abrasada, las aspas del molino de viento. Me quité las
sandalias y di unos cuantos pasos. El suelo estaba cubierto de filos:
hojas secas, boinas de bellota, cardillos; un escenario en miniatura
para filmar una batalla de la Edad Media. No pude seguir mucho
tiempo, pero me encantó esa aspereza, y mis pies guardaron su
recuerdo justo al ladito del tacto de la arena mojada que había
estado pisando unas horas antes. Playa de Los Lances: a veces
desierto, a veces marisma, a veces calzada de mármol. Mis pies pisan
aquí y allí y saben y se acuerdan.
Y luego volví a mi toalla a frotarme la
piel vieja de los brazos. Un vicio casi lascivo, despellejarse.
Seguía digiriendo, seguía mirándolo todo con ojos de siesta, y a
veces se me ocurría algo. Pensaba en que estaba mudando, pero no en
los términos cursis de la metamorfosis psicológica, sino
exactamente como les pasa a todas las cosas vivas. Cambian los
árboles de hoja y el suelo se llena de pinchos. Cambian las culebras
de camisa, los saltamontes de escudo y los ciervos de cuerna. Mi piel
del invierno se arrodala. Yo bajo el alcornoque quieta como un
herbívoro, siguiendo el curso de las superficies naturales.
Y sin poder evitar comparar lo de adentro
con lo de fuera, pensaba que a lo mejor la piel nueva no será ya ese elemento rebelde que a veces se inflama y duele y me sabotea. La
enfermedad no será algo ajeno que me invade, sino yo misma, con mis
dudas y mis desacuerdos y mi anhelo de vida intensa. A lo mejor
aceptaré deslizarme por las superficies y dialogar alegremente con
ellas. La piel se sentirá reivindicada y haremos por fin las paces.
Estamos en paz |
No me dejes con la intriga de saber qué fue lo que te pasó entonces y cómo te sientes hoy...
ResponderEliminarUn beso.
Me pasó que hace unos seis años simplemente mi cuerpo entró en erupción, del nacimiento del pelo en la cabeza al de las uñas de los pies: picores del Apocalipsis, inflamación, doooolooor y la sensación de que mi piel estaba deseando abandonarme para siempre causando antes todo el malestar posible.
EliminarDespués de muchas idas y venidas médicas, la Gran Combustión fue diagnosticada como dermatitis atópica, cosa que a mi dermatologa actual siempre le parece vulgarzota, y por eso se empeña en hacerme pruebas para detectar un Misterioso Mal.
La Cosa se ha cronificado y enquistado en parcelitas rebeldes, pero ahora estoy muuucho mejor de lo que enl 2012 podía siquiera imaginar.
Fin del tostón! Eres un cielo por preguntar. Beso gordo.
Me he sentido identificada con lo que dices en el primer párrafo. Menos en lo del carácter somnoliento. Bueno, tampoco en lo de ver pasar el tiempo plácidamente. En mi caso, siento que se me escapa.
ResponderEliminarMmmm, somnolienta es cuando no estás tan despierta como deberías, y ni te das una duchita fría ni te metes en la cama y te dejas estar.
EliminarMe he sentido identificada con lo que dices en el primer párrafo. Menos en lo del carácter somnoliento. Bueno, tampoco en lo de ver pasar el tiempo plácidamente. En mi caso, siento que se me escapa.
ResponderEliminar¿Qué pasó? Yo no he sido!
ResponderEliminarJijiji, brutita.
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