Desde el sofá repaso los títulos que se
estrujan en las baldas. Me embarga una especie de placer sádico: la
voluptuosidad de la purga. Soy el caprichoso oficial nazi
seleccionando a las víctimas del día según el patrón de una
cancioncilla bávara. Soy el sultán Shariar eligiendo como esposa a
la moza con el cuello más delicado del reino, el más esbelto, el
más fácil de cortar. Soy una desagradecida.
Pero he decidido despejar mi exiguo
espacio. Desprenderme de peso. Liberarme de lastre para poder
volverme caracol y poder vivir con la casa a cuestas.
Bonito, ¿verdad? Espiritualmente
admirable. Lo siguiente será hacerme mechas rubias e inundar con
poses de yoga extremo mi nonata cuenta de Instagram.
Que nadie se engañe: yo no molo tanto.
Sólo quiero hacer hueco para meter nuevos libros sin que el Pepito
Grillo con el que convivo me roa la moral. Sólo quiero dejar de
comprar furtivamente, camuflar mis adquisiciones entre los viejos
habitantes de esta casa, mirando a mi espalda con miedo a ser
descubierta. Cualquier trampa antes que escuchar esa admonición que
me sé ya letra por letra: los bomberos van a tardar tres días en
recuperar nuestros cuerpos cuando tus libros se nos caigan encima.
Exagero. Pero ese es más o menos
el contexto. Deseo recuperar sin remordimiento el idilio de la página
impresa. Dejarme embaucar de nuevo por portadas y títulos de los que
no tenía noticia antes de entrar en la librería, y verme obligada a
consumar mi pasión por la ley de la selva. Sin que nadie me
recuerde si he leído ya todo lo que acumula polvo y ácaros en la
estantería. Sin que se me eche en cara mi pulsión de novedad.
¿Y no siento pena, yo, que he acarreado
mis libros por tres provincias y trescientos pisos? ¿Que en el pasado los he
abierto con deferencia, los he acariciado y olido, que
los he mirado con la divertida tolerencia que una dedica a los
defectos de sus amigos? Pues no, ya no hay pena, porque ya no hay en
mí esa especie de paganismo. Sigo amando la materialidad de los
objetos. Sintiendo un respeto incorrutible por lo analógico, lo
capaz de interactuar con mi cuerpo, lo palpable. Pero acumular sin
restricciones es un feo defecto. Y la restricción más sensata que
me permito imaginar por ahora es la de equilibrar aforos: una
entrada requiere inevitablemente una salida. Cada bienvenida debe
rimar con un hasta pronto.
Al fin y al cabo, como decía ayer sobre
la nostalgia, nada se pierde realmente. Aunque ni yo misma me acuerde
de lo que he leído, soy mi propia biblioteca. Por dentro estoy
hecha de palabras. Como, excreto, me reconstruyo. Leo, despido
libros, me enriquezco.
Esta en inglés, pero se pilla.
* He escrito lo anterior mientras en
mi mente sonaba una alarma sorda. No tenía idea de qué peligro me
estaba avisando, así que he seguido. Cuando he terminado de
releerlo, me he dado cuenta: hará unos tres años que escribí algo
sumamente parecido. Lo cual quiere decir: que hay asuntos que no
resuelvo, y que este blog es una especie de espiral que crece pasando
cada tanto por el mismo punto. Como los diseños de la naturaleza.
Mismamente.
ResponderEliminarAh, no, yo no me desprendo de ellos, no, no, no y no.
ResponderEliminarBesos
Yo tampoco, Ficiticilla; sólo les he buscado un asilo dorado.
EliminarLos libros y el espacio es una tematica muy recurrente. Por eso me gusta tanto mi ebook. (Aunque no puedo dejar de comprar libros en formato papel.)
ResponderEliminarPues como dice mi compinche de arriba, mismamente. Mi ebook se viene conmigo a la isla desierta (y un tarrito de fragancia de libro nuevo)
EliminarCreo que yo no podría... a ver, espera que lo intento.
ResponderEliminar... no. Nada, no hay nada que hacer: soy incapaz de dejar atrás mis ansias acumuladoras. Ni siquiera en artículos descargados en PDF (y debería... oh, debería).
¿Te has planteado hacer de gurú para incurables librófilos como menda? He oído que se lleva mucho últimamente, esto de dar cursillos zen para des-trasterizar* tu vida...
(*Destrasterizar: verbo que designa el vaciado de trastos que previamente ocupaban un espacio determinado. Se aceptan propuestas de sinónimos, porque el sonido del vocablo no termina de convencerme.)