domingo, 21 de junio de 2015

Mapas


Me gustan los mapas desde siempre.

Mentira. Me gustan los mapas desde que empecé a trabajar, que es algo así como la fecha cero de mi calendario. AF, DF: antes o después de lo forestal. La edad en la que, con un gran bostezo de oso y restregándome los ojos, me desperté y entonces todo o casi todo me empezó a gustar.

Me acuerdo de uno de los compañeros con los que fui aprendiendo el oficio. Se las apañaba para escalar con el Land Rover hasta prácticamente los últimos centímetros de un cerro de pura arenisca, saltaba al suelo, desplegaba su mapa y, señalando una piedra o un arroyo invisible, empezaba a recitar geografías. ¿Ves aquellas tres lajas paralelas con un ángulo de unos treinta grados? Aquello es vete-tú-a-saber-qué-sitio, y allí es donde vamos. Mis ojos iban hacia las lajas impulsados por un triple salto: de su cara al plano, al dedo que señalaba, al gris de la piedra entre la espesura. Ese encadenamiento me encantaba. La expresión de druida que a fuerza de repetición ya no percibe sus talentos particulares. Las curvas apretadas en el plano. Ese dedo que era como un usb conectando la realidad física con una proyección más o menos manejable. El sitio, madre mía. Cada día un nombre, cada día un paraíso. La Cuesta del Huevo. El Cándalo.

Entonces echábamos a andar, y yo me preguntaba por qué demonios habíamos estado gastando embrague por una pendiente rocosa del mil por ciento para llegar al culo del mundo y echarnos al monte como maquis. Pero de alguna forma aprendí que estaba dibujando con mi cuerpo un plano paralelo. Las curvas se abrían: mi pecho y mis pasos se agrandaban. Atravesábamos una línea azul menudita: las suelas de mis botas se mojaban. Estaba pintándome adentro el paisaje. Hacía inteligible esa masa verde que desde fuera y desde lejos se veía tan huraña. Me había tatuado el mapa.

Así que desde entonces me gustan. Soy esa latosa que en los viajes siempre lleva el mapa de carreteras abierto sobre las piernas. Si eres un conductor de vista corta y reacciones lentas, te aviso del cruce adecuado antes de que te lo pases. No te preocupes que ya te digo yo cuánto queda para la próxima gasolinera. Si te gusta saber los nombres de los lugares, soy tu chica. La tonta de la topografía. Montevil, Comporta, Cachopos. ¿Te acuerdas? Nombres para bautizar una remota lengua de arena portuguesa. Recitarlos era aferrarse un instante antes de abandonarlos para siempre y seguir huyendo a otra parte.

Y ya sé que es idiota. Otra forma de coleccionismo. Pero a mí me gusta paladear cómo se llaman las cosas. Sabores espesos de vida escondida. Cuántos pasos, cuántas miradas son precisas para resumir todo un paraje. Por qué esa es la Sierra del Niño. Qué historia explica siquiera imaginariamente el nombre de San Martín del Tesorillo. Si Guadalmesí quiere decir en árabe arroyo de las mujeres, ¿quiénes eran ellas y por qué valía la pena recordarlas durante el camino? ¿Y Las Esclarecidas? Alguien debería escribir algún día ese libro delirante.

Se ve tan pequeñito que..hay que ir a la fuente para deleitarse


Me encantan los mapas, y sin embargo, camino sin ellos los días. Saber dónde estoy importa cada vez menos. No creo que vaya a perderme en la ruta, y si me pierdo, pues bueno.

6 comentarios:

  1. Respuestas
    1. Dos dimensiones opositando una y otra vez a lo tri. Y encima. nunca se doblan bien: como si quisieran recordarte una y otra lo nefasto que es tu paso por ellos. Serán intensos.

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  2. Hija mía, lo has heredado de tu madre. Jejeje

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  3. A mí también me encantan los mapas. Sobre todo porque parece que alguien se los haya inventado.

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